Una paracaidista en el aula

Carmen Navarro Romero | Doctora en Historia y profesora

He vuelto a dar clases después de un par de décadas dedicada a la investigación universitaria y a la dirección de publicaciones educativas. Volver a vivir la educación, el aula, la escuela, desde dentro. Ni más ni menos que el sueño de cualquier docente de corazón, de esos que no abandonamos el perfil de profe ni cuando vamos a comprar el pan.

Que los chavales estaban más movidos, menos atentos y eran más diversos, ya lo sabía. Mantengo un buen puñado de amigos que se dedican a la docencia desde hace décadas y nuestras conversaciones giran habitualmente sobre lo que pasa en la escuela en todas sus dimensiones. La dirección del estupendo periódico que fue Escuela me hacía vivir el continuado y feroz abandono al que se ha sometido de manera implacable al sistema de educación pública desde hace ya varios años. El contacto continuado con muchos profesores, maestras, inspectores, especialistas diversos que se movían en torno a Organización y Gestión Educativa, Cuadernos de Pedagogía o el periódico, me permitía pulsar el ritmo de la escuela, de los centros educativos.

Sí, ya sabía –o más bien creía saber mucho– de estas circunstancias. Pero no calibré lo que iba a encontrar a mi vuelta a la acción educativa directa: la gran desigualdad de profesionales que viven en los claustros, donde sobreviven buenos profesores y profesoras ahora ya completamente calcinados por sus circunstancias laborales, supervivientes desmotivados que cuentan los días que les quedan para jubilarse y que –siendo ateos reconocidos– ponen un cirio pascual a cualquier santo en aras de que no eliminen la jubilación a los 60.

También pululan por los centros algunos licenciados añosos a los que la crisis ha llevado a considerar como posibilidad de tener un sueldo mensual el incorporarse a la docencia y que no saben muy bien cómo situarse. Pero no pasa nada catastrofista, porque es verdad que lo que abunda son profesionales comprometidos, algunos con una auténtica vocación de enseñar y de acompañar al alumnado en ese viaje maravilloso y complejo que es crecer. Personas que, además de las dedicadas a su tarea docente, se dejan muchas horas de su tiempo libre y familiar, que no escatiman esfuerzos y que siguen llevándose muchos berrinches con el propio alumnado, las familias, el profesorado compañero o la Administración educativa.

Difícil trabajar en un ambiente no tan propicio como se percibe desde el exterior si no es porque tu vocación docente te sostiene con firmeza y crees –no ciegamente, pero casi– que la educación no cambia el mundo, pero sí a las personas que lo van a cambiar. Y te propones ayudar a ese cambio.

Cuando has trabajado en la empresa crees que los ambientes menos solidarios, más corporativistas e individualistas se encuentran allí, en un ambiente saturado de mandos intermedios que no mandan, solo ejecutan ordenes sin rechistar, y directivos principales que fundamentan estrategias de salón, sin contacto de ningún tipo con el mundo real. La escuela tampoco es un espacio idílico ni un trabajo envidiable si no estás tocado por esa maravillosa propensión que da en educar a otros mientras tú sigues aprendiendo.

La escuela es un ámbito bien raro, en el que trabajan profesionales a los que el director o directora ni contrata ni despide, con evaluadores externos que aparecen periódicamente para inspeccionar representando a una Administración lejana pero omnisciente, como el Estado omeya; profesores que no quieren trabajar en el sistema educativo y lo torpedean desde dentro, pero que tampoco se quieren ir y es casi imposible conseguir que lo hagan. Un lugar donde también un puñado de profesionales construyen de manera incansable, espacios maravillosos donde niños y niñas se forman en un espíritu de ciudadanía y conocimiento.

Me ha fascinado que, a pesar de sus contradicciones, de sus recortes, de sus importantes dificultades, cada centro escolar es capaz de seguir su camino, de mantener su dinámica propia, su propio viaje apasionante, como un pequeño milagro diario. Me siento una paracaidista que cae en un lugar que creía conocer, pero al que no fue invitada. Aún sin tener muy claro si he aterrizado en un espacio de guerra o en un maravilloso oasis. No hay mucho tiempo para el análisis, que vendrá, sin duda. Si algo conlleva la educación de los chavales es la urgencia de la tarea. Los exámenes, las pruebas de competencias, la selectividad con un final de curso que ya se presiente, marcan un ritmo que no puedes –ni quieres– dejar de bailar.

1 Comment

  1. Querida Carmen: Espero que encuentres espacios, docentes y alumnos con los que poder trabajar en la educación que queremos y que te entusiasma. Mucho éxito en tu aterrizaje. Un abrazo.

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