Depresión infantil, mejor mirarla de frente

Ana Isabel Sanz | Psiquiatra. Directora de Instituto Ipsias

A los alumnos de Primaria, en ocasiones los adultos (padres, profesores, orientadores, familiares…) les “cercenamos” implícitamente la posibilidad de manifestar algunas experiencias desagradables que no sabemos entender ni acoger empáticamente, entre ellas la infelicidad o la tristeza patológica (en cuanto aparentemente inmotivada o desproporcionada), es decir, la depresión. Un docente de niños y niñas (que habitualmente saltan, fantasean, aprenden, exploran su entorno, se relacionan despreocupadamente entre sí… y, en los peores casos, se convierten en un quebradero de cabeza por sus carreras, gritos o reticencias a concentrarse ante una pizarra) difícilmente concibe que hasta en un 3% (según estadísticas de la OMS) de esos chicos y chicas de entre 6 y 12 años, puedan llegar a sentirse tan desgraciados que, entre otros aspectos:

  • no deseen jugar,
  • se encuentren cansados y sin motivación,
  • les cueste levantarse y a la vez dormir bien,
  • dejen de interesarse por las conversaciones o salidas con sus amigos,
  • pierdan el apetito,
  • sufran dolores de estómago o de cabeza con frecuencia por el mero hecho de tener que salir o hablar con otras personas
  • y que, ante este túnel negro sin aparente salida, deseen y lleguen a intentar quitarse la vida.

¡Qué tontería! ¿Cómo en la etapa más dulce y despreocupada de la existencia se puede llegar a sufrir tanto? ¿Cómo alguien que aún no sabe de la finitud de la vida puede plantearse que la única salida del infierno que atraviesa sea matarse? De hecho, ¿cómo puede siquiera un menor de 10 años concebir la posibilidad de morir “voluntariamente”? No, no puede ser. Y, de hecho, así se dio por sentado en los ámbitos sanitarios hasta no hace tantos años, negando la existencia de la depresión infantil, afirmación que hoy en día resulta clamorosamente falsa, a pesar de la percepción que muchos profesionales de la educación tengan sobre esta cuestión. Analizar las causas de la depresión en estas edades nos llevaría a un desarrollo que excede el espacio de este artículo (disfunciones familiares, acoso escolar, excesiva presión en los objetivos que se les exigen desde muy temprano, vulnerabilidad biológica…).

Si cualquier profesor mira atentamente a su grupo posiblemente descubra que alguno de sus estudiantes ha cambiado inexplicablemente de conducta y de rendimiento escolar, perciba que está frecuentemente solo, que se abstrae en clase, con tendencia a veces a adormilarse, que muestra aspecto ceñudo o reacciona con enfado cuando se le pregunta por cualquier cosa, que se manifiesta desafiante y, a la vez, verbaliza sentirse poca cosa o “mala persona”, que le cuesta mantenerse concentrado, que a menudo se queja de molestias difusas (dolores de cabeza, de estómago, malestar general…), que no sale a jugar al patio… Más allá de la sorpresa por esas variaciones en un niño o niña que solía ser participativo, vital e incluso brillante en lo académico, no será infrecuente que esta situación llegue a producir en el educador cierta incomodidad porque no entiende lo que sucede y no consigue que el afectado le dé explicaciones sobre sus vivencias. Y es que a veces no es sencillo comunicarse con una persona deprimida, mucho más en edades en las que la capacidad de expresar verbalmente las emociones aún no se encuentra suficientemente desarrollada.

No resulta tarea fácil ni para padres ni para el personal educativo detectar que un escolar está atravesando una depresión. Lo más común suele ser que esta alteración del ánimo pase desapercibida y se cronifique en forma de un estado persistente de tristeza que le acompañará de continuo o con oscilaciones toda su juventud y etapa adulta o, en el caso más desafortunado, derive hacia un intento o acto consumado de suicidio que no siempre será evidente, ya que muchos llegan a ser considerados como muertes accidentales.

El docente no tiene por qué saber hacer un diagnóstico preciso ni desarrollar capacidades demasiado específicas para adentrarse en la vivencia patológica del estudiante. Sin embargo, no debería renunciar, desde su privilegiado puesto de observador que le convierte en uno de los primeros “radares” de detección precoz, a tener en cuenta los indicios de que algo no va bien en la vida de una niña o un niño. Al percibir alguna transformación importante en la conducta o el rendimiento de un estudiante convendría que el maestro o maestra tuviera en mente, entre otras hipótesis, la posibilidad de que exista una alteración anímica significativa y conversara detalladamente sobre ello con el núcleo familiar y con los responsables del equipo de Orientación. A partir de esa confluencia de informaciones, tanto padres como orientadores podrían ayudar a concretar una primera impresión sobre si existe algún problema importante y considerar la posibilidad de consultar a un especialista que explore adecuadamente la situación clínica del menor.

Dicho profesional cuenta con estrategias tanto para el diagnóstico como para el abordaje terapéutico de un trastorno que, adecuadamente enfocado, tiene elevadas probabilidades de solución sin secuelas. No obstante, mientras se lleva a cabo el tratamiento (bien psicoterapéutico en exclusiva, bien en combinación con fármacos cuando sea preciso y sin frenarse por prejuicios injustificados), la familia y los integrantes del centro escolar serán un eslabón decisivo para que la intervención resulte exitosa. Arropar al estudiante en la escuela durante la fase aguda y de progresiva recuperación implica no estigmatizarlo, tratarlo de acuerdo con su estado, sin sobreprotegerlo, pero tampoco exigiéndole más de lo que puede ofrecer en cada momento. La comunicación fluida, afectuosa e incluso tolerante con él o ella, así como la colaboración constante con los profesionales sanitarios y con la familia, serán claves fundamentales para que un trastorno que no se debe banalizar se supere y acabe siendo un mal recuerdo, sin cicatrices limitantes para la trayectoria vital futura.

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