La necesaria coherencia en la normativa de educación

María Antonia Casanova | Universidad Camilo José Cela (Madrid)

Desde la entrada en vigor de la LOMCE, he publicado varios artículos en los que ponía de manifiesto las incoherencias internas de dicha Ley, por lo que se refiere a sus contenidos en determinados artículos, contrarios, en bastantes casos, a los de los siguientes o, sobre todo, al desarrollo posterior que se hizo referido al diseño curricular, como vía imprescindible para alcanzar los objetivos pretendidos en la norma primera.

No está muy claro si esta situación paradójica se produjo por falta de competencia de los “autores” curriculares o si, en otros muchos, fue totalmente intencionada. Como es conocido, el Conde de Romanones afirmaba: “Haga Vd. las leyes, que ya haré yo los reglamentos”, a través de los cuales se pueden desnaturalizar los principios primeros propuestos en la norma máxima. El hecho cierto es que la ley y su desarrollo plantea graves problemas de incoherencia: se ordena una cosa y se hace imposible su cumplimiento a renglón seguido.

En este momento, aparece una propuesta de modificación de la LOMCE, parcial, solo relativa a determinados aspectos, que intenta resolver alguna de estas situaciones contradictorias. Mejor sería contar con una nueva Ley, redactada de principio a fin y que contara, además, con el consenso necesario como para no tener que volver a iniciar su trámite a corto plazo…, que es la realidad a la que estamos acostumbrados en los últimos años. Difícil, pero necesario.

Sin embargo, limitándome solamente a los aspectos que, personalmente, me han parecido impresentables desde un punto de vista pedagógico y especialmente referidos a la educación obligatoria, los cambios que ahora se proponen me parecen importantes, al menos para recuperar el sentido común y la posibilidad de disponer de normas coherentes, interna y externamente; es decir, que lo que se ordena se pueda cumplir y que, además, esté conforme con otras normas internacionales que nos obligan y con las que estamos comprometidos.

Destaco algunos ejemplos: recuperar los ciclos en la Educación Primaria, incorporar los principios de la evaluación continua (contrarios a las pruebas finales impuestas para alcanzar la titulación correspondiente), eliminar la jerarquía de las áreas o materias curriculares, suprimir los estándares de aprendizaje que “cierran” el currículo y las mejores posibilidades de atender a la diversidad en un modelo de educación inclusiva, mantener evaluaciones de diagnóstico que informen acerca de la evolución del sistema, prohibir la utilización pública de los resultados de los centros en las evaluaciones generales que se realicen, tendentes a establecer competitividad y “clasificación” entre ellos, y no afán de mejora interna en su funcionamiento; eliminar la “especialización” curricular de los centros por su carácter excluyente en determinados casos, fomentar la autonomía pedagógica de los equipos docentes, reformular el programa de atención a la diversidad en Educación Secundaria Obligatoria, flexibilizar los años de escolaridad del alumnado con necesidades educativas especiales y referenciar su nivel competencial al punto de partida del mismo, fortalecer la Orientación…

Estos son algunos de los puntos que, si esta propuesta llega a concretarse en norma, favorecerían la coherencia legal de la LOMCE, que promueve la educación inclusiva, pero que, por vías como las señaladas en el párrafo anterior, hacen casi inviable su aplicación y el respeto del derecho a una educación de calidad de toda la población.

Solamente sugeriría, desde mi punto de vista, dos propuestas más:

La primera, evitar el término (y, en consecuencia, el concepto) “repetir” dirigido al alumnado, cambiándolo por el de “permanecer” en el mismo curso. El alumno no debe repetir nunca a lo largo de su proceso educativo, siempre debe avanzar partiendo del punto en el que quedó.  Estará en el mismo curso, pero no para hacer lo que antes y que, evidentemente, no funcionó; tendrá que seguir aprendiendo mediante nuevas estrategias.

La segunda, que a la vez que se promueve la autonomía pedagógica de los centros, también se estimule la generación de una cultura de evaluación interna en ellos: más autonomía exige más evaluación; de lo contrario, no se tiene la seguridad de estar avanzando sobre bases firmes y se podrían generar resultados negativos en determinadas instituciones que no autoevaluaran de modo permanente su quehacer habitual.

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