Acoso y antieducación: una llamada a la intervención institucional

María Victoria Reyzábal | Especialista en Lengua y Literatura

No son pocas las voces que defienden ingenua o interesadamente que la igualdad de oportunidades ya es un hecho y que se está exagerando con los planteamientos inspirados en la despreciativamente llamada «ideología de género». No obstante, en muchos hogares, aún en el siglo XXI, se le sigue pidiendo a la niña que sea dulce, sensible, generosa, que colabore con su madre en las tareas domésticas, que no se ensucie la ropa cuando juegue, que no haga cosas de muchachos…, es decir que, como si participara en una compañía de ballet, vaya de puntillas por la vida y, por supuesto, ninguna de esas exigencias se promueven en sus hermanos, primos o amigos. Ella es una princesita, pero plebeya o, incluso, proletaria y salir de este cerco, salvo casos excepcionales, le costará no el doble, sino mucho más que a ellos.

Como decíamos en el artículo anterior, esa niña es objeto de potencial agresión desde los primeros años de vida y, por supuesto, también en el ámbito escolar. Sin embargo, los estudios llevados a cabo reflejan a menudo cifras de acoso menores que entre los chicos por la tendencia a que se imponga con mayor frecuencia el tabú y la autocensura al denunciarlo, junto al hecho de que las formas de agresión que reciben ellas suelen ser más sutiles que las que afectan a sus compañeros.

Incluso, de adulta, denunciar el acoso le acarreará otro tipo de marginación en muchos casos mayor, pues lo primero que deberá afrontar es que todos duden de lo que ella sostenga, aunque se estima que solo un 0,18% de las denuncias son falsas según el CGPJ, afectando así no solo su autoestima sino hasta su salud y respetabilidad, poniendo a prueba seriamente su capacidad de resiliencia frente a un profundo trauma vital del que muchas de ellas no podrán resurgir por falta de herramientas personales (afectivas, económicas, psicológicas…) y de apoyos comunitarios. Y es que la ley del silencio y la permisividad siguen imperando y por eso el desamparo, la indiferencia o el aislamiento y el rechazo hieren tanto como el propio acoso.

Más allá de leyes, movilizaciones sociales, medidas de protección social…, defendemos sin paliativos que la escuela debe asumir que siendo su espacio un lugar óptimo de convivencia para los alumnos, niñas y niños, tiene que ofrecer en sus recintos un paraíso terrenal sin caínes[1]. Los responsables de las políticas educativas, así como los docentes, han de ser conscientes de que la discriminación y la violencia hacia alumnas (y, por qué no, también las propias docentes y madres) no son mitos o realidades sobrevaloradas y que los múltiples protocolos antiacoso se quedan en palabras muertas si no se trasladan al funcionamiento real de cada responsable en el engranaje del centro, y si no se potencia preventivamente un ambiente educativo cálido y basado en el respeto a la diversidad.

En el marco de la defensa de la convivencia pacífica, el Proyecto Educativo de los centros ha de recoger explícitamente una decidida apuesta por la promoción de valores como la igualdad de oportunidades y la repulsa a cualquier actitud que implique falta de respeto, humillación o descalificación hacia los miembros femeninos de la comunidad. Y, a partir de esa declaración de principios, sugiero las siguientes pautas concretas de acción:

  1. Implementar programas específicamente dedicados al desarrollo de las competencias socioemocionales del alumnado.
  2. Fomentar metodologías que potencien las conductas prosociales y cooperativas.
  3. Revisar los contenidos curriculares para incluir figuras femeninas notables en diversos ámbitos, las cuales han sido sistemáticamente ignoradas por la historia.
  4. Basar las relaciones entre alumnado y docentes en comentarios positivos acerca de las conductas que contribuyen a una convivencia pacífica y no discriminatoria.
  5. Reforzar la tutoría como espacio privilegiado para llevar a cabo y monitorizar el resto de actuaciones sugeridas.
  6. Habilitar espacios comunes de discusión entre estudiantes y docentes, como grupos pequeños o asambleas, donde se traten abiertamente cuestiones vinculadas a la convivencia y a los conflictos surgidos en el devenir escolar diario.
  7. Potenciar las interacciones sociales positivas de los estudiantes dentro y fuera del contexto escolar.
  8. Incrementar la vigilancia preventiva en las zonas escolares más proclives a conflictos (patios, aseos, pasillos, comedores, vestuarios…) y perder el miedo a intervenir directamente ante situaciones nocivas.
  9. Incorporar a las familias en las actividades en las que se aborden conflictos concretos o cuestiones genéricas sobre la coexistencia respetuosa.
  10. Nombrar a algunos estudiantes que acepten desempeñar una función mediadora entre sus compañeros y compañeras.

Al fin, la estructura, el funcionamiento y la planificación de los aprendizajes que se logren en los espacios escolares han de ser un faro para cuestionar y transformar las rémoras y presiones de los estereotipos machistas vigentes en cierta publicidad, cine, canciones… Sin un apoyo claro institucional resulta difícil que las mujeres puedan «hacerse valer» e interiorizar que no solo es posible que dejen de ser víctimas (a veces sumisas por falta de conciencia de sus derechos y su fuerza), sino que, incluso, con dicha ayuda podrían convertirse en las primeras garantes de su dignidad. En definitiva, el objetivo final de mi planteamiento es que la princesa deje de serlo para asumirse como mujer autónoma, cuya felicidad o tristeza no pivote sobre la aceptación de un otro que venga a rescatarla de su baja autoestima.


[1] Así lo acaba de indicar Pilar Nájera, fiscal de sala de violencia sobre la mujer, en una entrevista concedida al suplemento Yo Dona, de El Mundo (9-9-2017): «hay que hacer esfuerzos enormes en educación. Educar para que las víctimas detecten el peligro, para que los jóvenes sean capaces de reconocer dónde está el riesgo antes incluso de que se produzca la violencia».

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