Adelanto un prejuicio reconocible al recomendar este libro: me hubiera gustado haber tenido a Gimeno Sacristán como profesor cuando algunas facultades, que ahora se llaman de Ciencias de la Educación, eran un erial para cuantos quisieran enterarse de qué era la Pedagogía. Y añado que sus colegas en el gremio de la investigación educativa están todavía a tiempo de hacerle un homenaje por haber contribuido como pocos a reivindicar una profesión docente a la altura de las exigencias.
El trabajo de enseñar, constantemente abierto a la mirada de la sociedad, es un mundo laboral con rasgos tan diluidos de profesionalidad, que se presta a estar recortado por todas partes, incluso conceptualmente. Al lado de quienes todavía lo miran como “vocación” –y como tal, gratuito pero excelso–, son muchas las opiniones encontradas en cuanto a modelos que atraigan por su capacidad de hacer algo interesante con las nuevas generaciones que pasen por sus manos. Quienes consideren objetivo social y político que acuda al oficio de enseñar lo mejor de cada cohorte de estudiantes, puede tener en Gimeno una buena guía de perplejos. En el corpus bibliográfico de su trayectoria como divulgador de saberes del campo educativo, este libro que ahora edita Morata es de los que merecen la pena para introducirse en el conocimiento exigente de la profesión de enseñar.
Deshacer entuertos
Gimeno es gran testigo de la historia de la educción española. La colección de artículos que recopila este libro abarca desde 1989 hasta 2016, un período en que, desde la todavía vigente Ley General de Educación (LGE), de Villar Palasí en 1970, pasando por la LOGSE de 1990 y la Ley de Ordenación Educativa (LOE) en 2007, se llega a la LOMCE de 2013, la penúltima ley orgánica del sistema escolar. Por su lupa de observador discurre casi todo el aparato legislativo posterior al que se había impuesto desde la Guerra, y muchas de las secuelas culturales que dejó.
En su análisis de lo que pasa en ese tiempo, le preocupan dos aspectos principales. Por un lado, la excesiva fe en el valor de las alternancias legislativas, que resta preocupación por la realidad de las aulas. Por otro, cómo esa tendencia se refuerza con el abuso del nominalismo como solución de los problemas que docentes y escolares tienen a diario para que el tiempo que pasan juntos entre tareas y recreos obligatorios, merezca la pena. El lado teóricamente interesante de la alternancia legislativa, con su posibilidad de dar voz a la diversidad de los modos de entender este trabajo, acaba siendo inane en la medida en que se convierte en una Penélope tejiendo y destejiendo la misma textura sin avanzar. Al desencanto de cuantos por derecho de ciudadanía perciben el juego de distracción, le sigue la desconfianza: detrás del aparente cambio subyace la misma inmovilidad. Mientras los problemas crecen y corren el riesgo de no verse nunca alcanzados en tiempo real por la modernidad de las decisiones, el abuso de las palabras contribuye a una movilidad inmóvil. A diferencia del escolasticismo medieval, heredero de los bizantinismos que entretenían la corte de Constantinopla, la afición de los diseñadores de las leyes reformistas es incluir en su ley algún neolenguaje que entretenga al profesorado. En 1989, antes de la LOGSE, que él conoció muy de cerca desde antes de que saliera en el BOE, ya advertía cómo se ponía: “más énfasis en divulgar nuevos lenguajes”, que en plantear “políticas de cambio real” en las aulas. Esto puede leerse en la pág. 38 de esta recopilación, cuando distinguía entre “planificar la Reforma, hacer la Reforma”. Podría ser un buen comentario para determinados aspectos de la LOMLOE.
Gimeno lucha contra esta estrategia de distracción que, sin apenas modificar nada, parece hacerlo; apela a que cuanto llegue a los docentes desde la investigación didáctica y pedagógica, no sea tanto la distancia de nuevas terminologías sino la cercanía de medios para afrontar los problemas cotidianos. De poco valen las reformas de las palabras si no van acompañadas de cuidados, estrategias y recursos para el trabajo en las aulas; se parece en esto a lo que Foucault criticaba cuando hablaba de la disfunción entre Las palabras y las cosas. Por eso Gimeno advertía que la fascinación de una reforma tenía que ponerse en la coherencia y no en la cursilería de hablar sin decir nada o en repetir, con nueva jerga, lo que quienes tienen que ejecutarla pronto comprueban que enjalbelga pero no resuelve. Lo sucedido con los objetivos, el currículum, la enseñanza activa o la evaluación, es que las sucesivas ampliaciones del alumnado hasta los catorce años en 1970, y hasta los 16 en 1990, dejaron amplios boquetes inatendidos o a expensas de la voluntariedad de los profesores. Los nuevos alumnos y alumnas traían consigo problemas que ponían en evidencia su desigualdad (recopilado en: pág. 163) y diversidad (pág,197) sin que la distancia del nuevo vocabulario los arreglaran: los medios y atención a la formación del profesorado (pág. 235) no se vieron por ninguna parte o a cuentagotas, y agotaron a los mejores.
Una cultura escolar que merezca la pena
La organización del centro y los protocolos que exige una nueva cultura escolar abierta, dinámica, participativa y plural, estaban por construir y el profesorado estaba en crisis (pág. 215). Las metamorfosis no surgen de la nada e, incluso cuando al docente se le empezó a hablar de nuevas tecnologías, la tardanza en los cuidados para que el trabajo tuviera dignidad, y la escolarización mereciera la pena con renovados útiles, fueron lentos y llenos de contradicciones. De haberse construido, al menos desde 1970, una rigurosa profesión docente, no sería turbador tratar de responder a la pregunta que Gimeno planteaba en 2006: ¿qué pasa con la apariencia de modernidad de las TIC en la práctica docente cuando tanto desaire sufre la tiza? La línea de observación en que escribió “Herramientas que exigen saberes” (págs. 205-206) es perfectamente válida para ahora mismo, a pesar de que haya cambiado, en parte, la sensibilidad.
Algunas raíces de esta tendencia del sistema educativo a la parsimonia, más grande en cuanto afecta a la mayoría social, quedan claras en esta colección de artículos. Nada se arregla privando a la escuela pública (pág. 123) de los medios adecuados para que quienes están obligados a pasar por ella se sigan aburriendo igual que siempre y que ese tiempo de la escolaridad no tenga interés para sus vidas. Nunca olvidó Gimeno cuál debía ser el centro de la preocupación, y por eso se planteaba en 2012 –cuando el neolenguaje liberal estaba en su máximo esplendor–, que había que distinguir entre “Educación pública o escuela pública”; podía no ser lo mismo, y exigía “educación pública en la escuela pública”, pues se la debía tratar “como cultura” valiosa, primordial para todos, y no como algo irrelevante y que diera igual (págs. 259-261). Su otro centro de atención invariable ha sido el profesorado; la profesionalidad que contribuyó a definir con estas reflexiones al hilo de las políticas educativas de esos años, partía de advertir cómo, tanto en la LGE como en la LOGSE –aunque con diferencias–, el cauce oficial no olvidaba un subyacente despotismo ilustrado. “Desde arriba”, descuidaron aspectos claves del trabajo escolar, como no contar con el profesorado para implantar las reformas. José Gimeno sabía muy bien lo incrustadas que estaban en el sistema educativo pautas culturales preconstitucionales; tenía muy bien calibrado dónde estaba la dificultad de tener buen profesorado, y había visto cómo después de Bolonia, estamos volviendo al CAP de 1970 por seguir con falta de recursos y creer que la pedagogía y la educación son cuestiones tecnocráticas (págs. 235-247).
Otra política educativa
En 2005, propugnaba “La muerte de las reformas y el regreso de la política” (págs. 191-193). Para Gimeno, la construcción de los contenidos (pág. 269), la calidad del sistema (pág. 283), los asuntos de nivel educativo (pág. 225) o los ditirambos aparentes al profesorado y su “vocación” eminente (pág. 293), sobrepasaban ampliamente los tópicos de la conversación democrática. Sus críticas indicaban la buena dirección que debía seguir la educación de todos, para que no siguiera siendo un puro campo de batalla donde cada palabra relevante estaba plagada de trampas para retroceder a la caverna. La política educativa no podía perder sus ideales de justicia ni su preocupación por extender a todos el aprendizaje de conocimiento, sino no tenía pulso (pág. 177).
El lector encontrará en este libro que, salvadas leves referencias coyunturales, estos veinticinco artículos producen la sensación de que acaban de ser escritos como glosa de actualidad a las decisiones de ahora mismo. La mirada de Gimeno es por tal motivo como la de los clásicos, que ilumina los buenos caminos para encontrarles una buena solución. ¡Gracias, Pepe!
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