El cuentacuentos camboyano Vibol Roth detiene la furgoneta de colores frente a un enorme charco en medio del camino de tierra rojiza. Se desprende de los zapatos, se arremanga los pantalones e introduce el pie en el agua estancada para comprobar si el coche se quedará atascado. Es octubre, acaba la temporada de lluvias en Camboya, pero, como traca final, de madrugada llovió con fuerza. “Seguimos”, suelta el cuentacuentos de un portazo, sube al coche y se calza. Viajamos a bordo de la biblioteca móvil de Sipar, una ONG francesa que nació en 1982 para apoyar a los refugiados camboyanos en Francia y que desde 1991 lucha contra el analfabetismo en Camboya.
En Sipar han puesto en marcha nueve librerías móviles como esta –ocho furgonetas y una moto–, que recorren los caminos de tierra y barro de la Camboya rural para distribuir libros en las zonas de difícil acceso.
Un país sin libros
Camboya es un país joven (el 65,3% de la población es menor de 30 años, según el PNUD), con una renta per cápita de apenas 1.030 dólares (menos de 1.000 euros) al año, en el que la mayoría vive en zonas rurales (un 79%, según el Banco Mundial) y donde, de media, los niños van a la escuela unos 4,4 años. Cada día, Vibol lleva sus historias de animales parlanchines con moraleja donde otros no llegan.
La salida de la capital, Phnom Penh, es un puzle de malabaristas sobre dos o cuatro ruedas, un carro con huevos estratégicamente colocados, una scooter atestada de cepillos, motos con los cuatro miembros de la familia entre sacos de verdura, carritos hasta arriba de cañas de azúcar, camionetas de obreros adolescentes con mascarilla, bebés sin casco ni zapatos, cacareos, pitidos, altavoces… Tras la aglomeración, la aldea que hoy visita el cuentacuentos se sumerge por farragosos caminos entre arrozales y granjas. La furgoneta se demora unas tres horas de ida y otras tres de vuelta. Vibol Roth recorre este trayecto todos los días.
“Pi-pi-pi”, interrumpe el claxon de la furgoneta de colores al penetrar en Prey Salang. Es un pueblecito de palmeras, casas bajas con ropa tendida y espantapájaros, en la provincia de Komspen. “Piii-piii-piii” y unos niños, que esperan junto al camino, rodean la furgoneta, entre risas y saltos. Una chica de coleta y vestido de flores se acerca en su gran bici con cesta y su hermano pequeño detrás. La biblioteca móvil de Sipar se instala en un centro de oración budista del pueblo. Al lado, pastan plácidas dos vacas. Hay bebés en camiseta y nada debajo, y niños de Primaria en pantalones cortos, uno de ellos con careta hecha a boli en un folio.
Los futuros lectores, sentados en el suelo, observan a Vibol Roth entusiasmados. El cuentacuentos cambia de voz según el personaje, entona canciones, hace ruidos con la boca, y los niños se asombran y ríen. Hoy narra la historia de un niño sin zapatos que se mancha de barro. Habla sobre las apariencias. “Casi siempre son aventuras con mensaje”, explica Channita Ouk, asistente de comunicación de Sipar, que nos acompaña.
“Cuando los niños están en casa y oyen que llega la biblioteca móvil, vienen automáticamente”, admite una madre de cuatro hijos, a la que le gustaría que “supieran muchas cosas”. Dice que “gracias a que viene la organización, los niños tienen acceso a historias”. De pareo y rebeca, la mujer acudió con su hija de 6 años. Explica que, al principio, sus hijos “no querían saber nada de libros”. Ella trabajaba en los campos de arroz y luego en una fábrica textil, en Phnom Penh, como otras mujeres de la zona, pero la fábrica cerró y ahora está desempleada. “No quiero esto para ellos”. A su lado, Chum, de 52 años, madre también de cuatro hijos, de 30, 26, 16 y 14 años, vino a por una revista, “pero como no hay, cogeré una novela”.
Vibol y Channita han repartido cajas de libros por la sala y los niños, sentados en el suelo, en corros, pasan sus páginas satisfechos. Los más pequeños, observan concentrados los dibujos. A Minea, de 12 años, le gusta leer porque descubre “cosas del mundo”. Prefiere los libros de animales. Thida, de 11, “quiere aprender”, dice vergonzoso. A Lina, de 12, le gustan los libros de animales, “pero también de amor”. “Leer es muy importante para mí porque en el futuro quiero ser médico”, explica, extrovertida. Sreymey, de 13, vino con sus tres hermanos, de un año y medio, de 6 y de 12 años. Piensa que sus padres “están contentos porque me dicen que si estudio aprenderé muchas cosas y tendré éxito”.
Una abuela, Roun, de 65 años, de gran sonrisa y torso enjuto que cubre con un pareo, acompaña a sus nietos, “porque me da miedo que se metan en algún charco”. Ella no sabe leer. Cree que es bueno que vengan con libros “para que los niños no sean analfabetos como yo”. Habla animada y Channita hace de traductora. Explica que tiene cinco nietos y siete vacas: “Los padres trabajan en la ciudad, y mi marido y yo nos hacemos cargo de ellos todo el día, solo somos dos para todos ellos”, lamenta. Se levanta la camisa por la cintura y enseña su vientre: “Mira qué flaca estoy”, se despide, entre risas.
Los hijos del genocidio
“Camboya poseía una de las culturas más ricas de la zona”, reconoce Channita, y asevera que “20 años de guerra en este país acabaron con todo lo relacionado con el conocimiento”. Camboya se independizó de Francia en 1953. Desde entonces y hasta 1970, fue un país autosuficiente y próspero que sobresalía en muchas áreas del desarrollo, conviene el PNUD. En la historia reciente de Camboya se ha derramado mucha sangre y se han quemado muchos libros.
A la guerra civil entre 1967 y 1975, siguió el genocidio. Los jemeres rojos, que perseguían implantar una utopía agraria, sembraron el terror en Camboya. Erradicaron todo signo de cultura, clausuraron las escuelas y ejecutaron a doctores, maestros y artistas. En apenas cuatro años (1975-1979) murieron de hambre, por trabajos forzados o ejecutados 1,7 millones de personas, un cuarto de la población del país. Hoy, todos los camboyanos de más de 40 años han llorado a hijos y hermanos muertos en el genocidio.
El país, poco a poco, se recupera. Entre 1992 y la actualidad, la población por debajo del umbral de la pobreza se ha reducido del 50% al 13,5%, según Naciones Unidas –aunque algunas organizaciones, como Child Fund, hablan del 31%–. Uno de los retos pendientes es la creciente desigualdad de ingresos y disparidad entre la población rural y la urbana.
Bibliotecas en fábricas y cárceles
Por las tardes, a las afueras de Phnom Penh, las caravanas de camiones abarrotados de mujeres levantan una nube de polvo en la calzada. Son jóvenes. Exhaustas. Cosen, durante horas, cada día, las prendas de moda que visten chicas de su misma edad en Europa.
Otro de los proyectos de Sipar son 18 bibliotecas en fábricas de ropa. El sector textil, con 600 fábricas en Camboya, emplea a unas 750.000 personas, de las que un 90% son mujeres y, la mayoría, menores de 24 años de familias de zonas rurales de pocos recursos. La organización también ha instalado bibliotecas en 26 cárceles; 19 áreas de lectura en hospitales y 300 bibliotecas en colegios y también funcionan como editorial, “para combatir la casi inexistente publicación de libros en jemer”, concluye Channita. Hasta la fecha, han publicado 135 obras.
Deja un comentario