La mujer no puede crecer como persona plena si carece de libertad, y no hablo de aquellas que viven en países donde las encarcelan debajo de ropajes para robarles la identidad personal y social o las otras a las que se las recorta sexualmente para someterlas negándoles el derecho al placer, ni siquiera de esas a las que secuestran para vender sus órganos al mejor postor. No. Me refiero a las nacidas en democracias asentadas en leyes que defienden los derechos humanos y que, por lo general, se cumplen o cuyo quebranto se condena, por ejemplo, en Europa, Canadá, EEUU y algún otro estado.
En muchos de estos países, las niñas sufren acoso de distinta intensidad desde la Escuela Infantil y la Escuela Primaria hasta la Universidad (además de dentro de la familia y en los contextos que las circundan). Se las ridiculiza porque son gorditas, usan gafas, pertenecen a una etnia minoritaria, son pobres y van mal vestidas, tienen alguna discapacidad, no calzan zapatillas deportivas de marca o, incluso, porque estudian demasiado. En el universo de los vagos, el trabajador es un delincuente y, más tarde, en el mundo de los analfabetos voluntarios, el culto será un elitista, snob o pedante. Así se anula a estas personas y se destroza su derecho, más aparente que real, a la educación.
El componente sexual constituye un rasgo diferenciador en el tipo de presión que sufre la mujer en las distintas fases de su vida. Dependiendo de las circunstancias, la niña, la joven tendrá suerte si nadie cercano a la familia intenta aprovecharse de ella, sobre todo si es guapa. Más adelante, tal como comprobamos a diario, será afortunada si su novio o marido no controla sus teléfonos, salidas, vestuario, amistades, etc., y si con la disculpa de esto o aquello no sufre maltrato de género, es decir, de género animal, claro, o si algún compañero de trabajo no la molesta con insinuaciones o actos flagrantes de violencia sexual.
Si tomamos como ejemplo la Universidad española, según el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, el 33% de universitarias asegura haber sufrido alguna modalidad de acoso y un 16% de estudiantes varones admite haber realizado alguna agresión, y lo que es peor, hasta un 1,7% reconoce haber cometido una violación. Porcentajes que son apabullantes, pues sabemos que la cifra real es más alta, ya que en la mayoría de los casos las mujeres se callan para evitar la exposición a un ambiente aún más injustamente hostil o, lo que es peor, lo minimizan e incluso lo ignoran porque las víctimas no son plenamente conscientes del daño del que están siendo objeto.
En el mundo, un 35% de mujeres ha padecido violencia física y/o sexual; sin embargo, esta cifra sube el 70% en relación con su compañero sentimental. A más de 700 millones de niñas las casan antes de cumplir los 18 años, de ellas 250 millones antes de llegar a los 15 y nada menos que a 700 millones les han mutilado los genitales en 30 países. En la Unión Europea, una de cada 10 mujeres ha sufrido acoso cibernético con contenido sexual. Y en los centros escolares de múltiples geografías, muchas confiesan tener miedo al utilizar los aseos escolares.
Los optimistas o irresponsables dicen que estos casos no han aumentado, sino que ahora todos salen a la luz, pero no me lo creo. Curiosamente, no existen demasiados estudios serios, amplios ni recientes sobre estos temas[1]. En esta sociedad en la que la mujer busca independencia y el varón se siente amenazado porque ella quiere ser nada menos que una igual, la violencia contra la mujer en diversas formas se ha acrecentado.
De hecho, la violencia contra la mujer es considerada por la ONU como una pandemia, a la que las afectadas deben enfrentarse dentro de su casa, en la calle, la escuela y qué decir en los territorios en guerra… Posiblemente, las variantes más brutales se constaten en el feminicidio; así, en México 6 mujeres son asesinadas cada día de acuerdo con estudios de ese país. En otros, la violencia familiar y/o conyugal ni siquiera está penada por las leyes de manera explícita. Amnistía Internacional denunció en uno de sus informes que solo se las considera máquinas para procrear o para servir a los suyos, como sucede en Irán o la India. La trata o explotación sexual tiene nombre de mujer, pues ella también está condenada a realizar trabajos forzados –no solo eróticos– como antes los presos, ya que es vendida como esclava para todo uso.
La repercusión personal de todas estas circunstancias es demoledora. Como consecuencia del acoso, la vejación sexual o laboral…, no son pocas las mujeres que necesitan tratamiento psicológico por ansiedad, llegan a tener sentimientos suicidas, abandonan el estudio o el trabajo y hasta se marchan cuando pueden a otras regiones o naciones[2]. Cuantitativamente, presentan el doble de posibilidades de padecer depresión, el 13% de caer en el alcoholismo y las tasas de suicidio multiplican por cuatro las del resto de la población. Semejantes delitos no pueden dejar indiferente o bloqueada a la sociedad.
¿Cómo combatir esta locura? Pues con educación, pero también con la atención comprometida de padres, profesores, supervisores, sanitarios y políticos. Las leyes que están promulgadas no resultan por sí mismas milagrosas, deben desarrollarse para cada ámbito y esto incluye la escuela, en cualquiera de sus niveles, pues sabemos sobradamente que pueden existir y existen estos casos. Hagamos todo lo necesario para impedirlo. La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa? ¿quizá un acosador que no la deja ser libre?
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