Alejandro Tiana Ferrer
Secretario de Estado de Educación. Ministerio de Educación y Formación Profesional
En la década de los setenta asistimos a la expansión de un movimiento de revisión profunda de las ideas pedagógicas, que introdujo aires nuevos en el panorama educativo español de la época. Se trataba de un movimiento renovador y sugerente para muchos de los entonces estudiantes universitarios, ya que hablaba de libertad, de nuevas vías institucionales para el aprendizaje, de nuevos modelos de relación educativa. Pero, además, como pocas veces había ocurrido en nuestra historia reciente, nos llegaba sin apenas desfase, prácticamente al mismo tiempo en que se extendía en países distantes. Sin duda, las condiciones políticas del final del franquismo influyeron en su arraigo en nuestros medios; el mensaje no podía ser más oportuno. Pero, además, hay que reconocer desde la distancia que, pese a sus evidentes claroscuros, se trataba de un movimiento creativo, provocador y estimulante, en el que sonaban con fuerza nombres como los de Ivan Illich, Paul Goodman, A.S. Neill, Everett Reimer, Fernand Oury o Michel Lobrot, por no citar sino algunas referencias obligadas.
Entre todos ellos, Paulo Freire ocupó siempre un lugar privilegiado. Las ediciones clandestinas o las simples multicopias de sus obras más conocidas, Pedagogía del oprimido y La educación como práctica de la libertad, pasaron de mano en mano entre los estudiantes españoles interesados por la educación. Fueron abundantes los seminarios y las charlas divulgativas que se centraron en el análisis y el debate de los principales conceptos que acuñó. A partir de 1975 revistas tan significativas como la recién creada Cuadernos de Pedagogía le hicieron un hueco en sus páginas. Términos como los de educación bancaria, alfabetización como concientización, educación liberadora, palabras generadoras, diálogo educativo, acción cultural, se insertaron por influencia suya en el lenguaje educativo, no siempre con un exacto conocimiento de su significado.
No cabe duda de que la aportación de Freire arraigó en España debido a su doble mensaje, político y profético. Por una parte, toda su obra fue una constante denuncia política. La situación brasileña, que conocía bien de cerca y en cuya transformación se comprometió decididamente impulsando varios programas de alfabetización de personas adultas, le sirvió de apoyo para adentrarse en los problemas del subdesarrollo, poniéndolos en conexión con las con-secuencias de la descolonización y la dinámica del imperialismo. Su compromiso con la transformación social le llevaría posteriormente a Chile, Guinea-Bissau y nuevamente a Brasil en sus últimos años. Su posición política, de adscripción marxista pero no exenta de ciertos rasgos vagamente ácratas, facilitó su expansión entre grupos de distintas filiaciones ideológicas. Por otra parte, su mensaje profético estaba inspirado en unas profundas convicciones religiosas, también apreciables en sus escritos. No sería exagerado afirmar que Freire, más que estrictamente marxista o revolucionario, fue un humanista cristiano, vinculado a movimientos genuinamente latinoamericanos como el de la teología de la liberación.
Esa combinación de compromiso político de izquierdas, inequívocamente transformador pero de perfiles ideológicos algo difuminados, y de profetismo cristiano, cercano a la sensibilidad de los movimientos comunitarios de base, resultaba muy próxima a la mentalidad de muchos jóvenes universitarios, lo que explica su rápida expansión en esos medios. Como tantas veces ocurre, su influencia no estuvo siempre asentada sobre una lectura detenida y reflexiva de sus obras, pero ello no reduce su importancia. Sin duda, sus ideas sintonizaron con el pensamiento pedagógico que se construía en la época, centrado en torno al concepto de libertad.
No cabe duda de que Freire fue un pedagogo contradictorio, a fuerza de ser vital y vitalista. Tuvo numerosos incondicionales, que le ensalzaron, y no menos detractores, que le denigraron. La última vez que le vimos por Madrid fue con ocasión del doctorado honoris causa que le concedió la Universidad Complutense en 1991. A sus setenta años seguía disfrutando de la vida, predicando la fuerza del amor, defendiendo la necesidad del compromiso personal con los deshereda-dos y reelaborando sus ideas sobre educación. En un encuentro que celebramos con él no faltó la polémica, la discusión apasionada, el choque de ideas; el valor de la libertad como fuerza generadora de vida y cambio volvió a subrayarse. Y quizás ninguna impresión pueda resumir como aquélla la mejor contribución de Freire al debate pedagógico, que todavía tiene vigencia entre nosotros.
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