En esta sociedad urbana de protestas reivindicativas, contaminaciones varias y vértigo diario por llegar a tiempo a cualquier parte, en realidad, muchas de las personas que corren lo hacen por contagio, por sumarse a un ritmo generalizado y, sin embargo, la mayoría se aburre, sufre de ansiedad, soledad, depresión, vacío, falta de metas, de alicientes… Esta fatiga existencial se la hemos inoculado a los niños: en la escuela, si van retrasados deben recuperar el supuesto tiempo perdido y si son superdotados deben apurarse para saber más de todo. Ahora hasta los críos, y qué decir de los adolescentes, comparten al menos informáticamente las crisis económicas, políticas, judiciales o rosas de las estrellas del celuloide, aunque no sepan qué enfermedad sufren sus abuelos, cuáles son las cuitas de sus padres o los gustos de sus hermanos. El mundo occidental se está dividiendo en estados seudoprogresistas, populistas ambidextros o simples regímenes autoritariodemocráticos… Ya saben ustedes a qué me refiero. Durante estos meses pasados, hasta Merkel ha residido en el limbo gubernamental. ¿Qué sucede? ¿Hacia dónde avanzamos? Los ciudadanos están agotados y confusos, los más sensatos se preguntan cómo hemos llegado a esto y si saldremos bien del desastre.
En algunos centros de poder se habla de fatiga política, pero pareciera que esta abarca un campo más amplio. Es verdad que los políticos nos han desengañado, pero también los banqueros, los responsables de las compañías eléctricas o telefónicas, los fabricantes de coches, los laboratorios, los sindicatos, las universidades…, y, por supuesto, la mayoría de los amigos. Cada vez conocemos más casos de vejaciones de la mujer en todos los ámbitos, cada vez sabemos de más pobreza y explotación en el mundo, cada vez los monopolios son más poderosos y despiadados, aunque den limosnas a las hermanitas de la caridad. Cuando todo es una aberración, esta pasa a convertirse en un componente de la realidad y como tal se maldigiere. Endurecerse, volverse insensible parece ser la única manera de soportarlo; pero cuidado, esta insensibilidad nos hace inhumanos, éticamente acomodaticios, emocionalmente resentidos, y por tanto frágiles y temerosos, culpables e indefensos, galvanizados para la empatía, dóciles pero salvajes.
Los países gastan más en seguridad que en solidaridad, seguridad contra los narcotraficantes, los terroristas, los ladrones de guante blanco, los ciberataques, las estafas alimenticias, los usureros, los desfalcadores…. Y los particulares ponemos alarmas caseras cada vez más sofisticadas y costosas, algo que debería desgravar en Hacienda pues es el Gobierno quien tendría que protegernos. Y todo ello ayudado por los medios para vender sus propuestas o lograr mayor cuota de lectores o de pantalla, a lo que acompañan las redes sociales con bulos o noticias no contrastadas. ¿Cómo no estar hartos de todo esto que solo insiste en informaciones catastróficas sesgadas o apocalipsis en cadena?
Ante tanta confusión y duda, los padres esperan que sus hijos aprendan lo necesario para poder moverse, y si es posible triunfar, en el mundo que se les viene encima, pero no sabemos cómo será este ni qué demandará de las nuevas generaciones. El desconcierto y la decepción florece también en los ámbitos educativos responsables. La paranoia defensiva provoca violencia y hay que desarrollar destrezas especiales para no recurrir a ella. La ciudad es un teatro comunitario gigante y multivalente, regido por el devenir de su gente. En ella los edificios educativos deberían considerarse templos de vida y aprendizaje, salones de compañerismo y adquisición de valores, minicosmos privilegiados de sensatez y cultura. Los humanos progresamos como especie porque supimos cooperar en tareas diversas; la rivalidad nos debilita, la violencia nos destruye, la insolidaridad nos enfrenta como enemigos acérrimos, en luchas que nos transforman en carroñeros. Somos lo que somos gracias a nuestra opción por convivir con otros. No avanzamos individualmente sino conjuntamente con nuestro grupo social.
Y mal que nos pese, las nuevas tecnologías no aportan nada de lo que puede dar un buen profesor, portavoz del humanismo, cauce de emociones, comunicador de dilemas cruciales, síntesis de culturas. Aquí hay que confirmar la sentencia de Steiner cuando defendió que una educación sin la debida calidad equivale a un asesinato. Formar bien a los docentes, seleccionar a los mejores, mantenerlos actualizados y motivados, no solo ofreciéndoles menos horas de trabajo, sino tareas profesionales más gratificantes, parece imprescindible. Los clubes, talleres, laboratorios, hogares de lectura y escritura, tan clásicos y tradicionales como se quiera, siguen siendo necesarios y además no evitan, sino que promueven otros aprendizajes. Comprobar que la Ilíada es un antecedente inmejorable de La Guerra de las Galaxias nos demuestra que los verdaderos clásicos no dejan de ser actuales, mientras nosotros cada vez más nos poblamos de extrañeza, consentidos pero excluidos de nosotros mismos, nos convertimos en errantes pordioseros adoradores de chatarra. En este avance de contrasentidos, solo cabe abandonar el vertedero moral que nos obligan a compartir y con serenidad, algo en nuestro tiempo exótico, renunciar a esta carrera y volver a renacer humanos, dignos ante las circunstancias adversas y generosos en las afortunadas. Para eso somos la especie que más lejos ha llegado, individuos complejos, por tanto, pero con reservas de ternura y solidaridad probadas. El trabajo colaborativo en una escuela inclusiva real es el superpoder de nuestra especie, es la mejor arma de nuestro futuro.
Vivimos más años, pero tenemos menos tiempo para todo. Tanto ajetreo nos angustia, tantas necesidades nos provocan vacío entre la acumulación de objetos y telemáticas relaciones que nos exigen cliquear el me gusta sin saber a qué nos referimos. Mejor detener un poco el ritmo alocado de adolescentes hiperactivos y respirar con calma, frenar el enfebrecido ritmo mental y el ansia de estar en todas partes. Reflexionemos acerca de la importancia del aquí y el ahora, la pareja, los padres, los hijos o los verdaderos amigos, el ocio reparador y el trabajo bien hecho. Una educación de calidad empieza por permitir que los estudiantes se sientan bien en el aula, con su grupo, con sus profesores. Intentemos armonizar el exterior con nuestro interior, la vida personal con la social, lo emocional con lo pragmático. Durmamos las horas necesarias para envejecer menos rápidamente y sobre todo para que la vigilia sea plenamente consciente. Lo otro no es vida, sino una maratón para, por lo general, llegar tarde a las citas importantes.
Contrariamente a lo que se supone, la educación no es una carrera, sino un camino reflexivo que nos conduce al saber, a vivir en plenitud, a convivir con nuestros semejantes; para ser buenos matemáticos, científicos, mecánicos, literatos, tecnólogos, médicos, profesores, pintores, carpinteros…, primero debemos ser personas maduras y honestas. Sería interesante que los centros escolares debatieran sobre estas cuestiones: al fin, nacer siempre lleva nueve meses.
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