Los tabúes y polémicas que suscita la enfermedad mental se disparan cuando la discusión se centra en la población infantil o adolescente. El desasosiego que suscita admitir que un menor pueda sufrir una depresión, una desestructuración psicótica o que llegue a suicidarse, se traducen a menudo en que muchas personas –legas o expertas en el tema– adopten la postura de negar tal posibilidad y se aferren a considerar que la atención psiquiátrica y psicológica especializada antes de la juventud constituye un error que únicamente deriva en excesos y actitudes yatrogénicas.
Las cifras aportadas tanto por la Organización Mundial de la Salud como por Unicef resultan suficientemente contundentes para reconsiderar la visión idílica que se tiene de la infancia. De hecho, se sabe que muchos (en torno al 50%) de los trastornos mentales que se padecen a lo largo de la vida se inician antes de los 14 años y que la presencia de psicopatologías en las aulas afecta en torno al 20% de los escolares. Hay trastornos, como los que integran el espectro autista o determinadas alteraciones de conducta, que ya se detectan en los primeros dos años de vida; la depresión o la ansiedad pueden iniciarse en períodos tan precoces como los 4 o los 5 años, al igual que los síntomas obsesivos; el polémico y quizá sobredimensionado trastorno por déficit de atención abarca la mayor parte del período de escolarización, al igual que los diversos trastornos específicos del aprendizaje; tampoco conviene olvidar que las desviaciones en la conducta alimentaria, principalmente la anorexia, aparecen cada vez con mayor precocidad.
La etapa puberal hace más profuso el ámbito de posibles alteraciones conductuales o emocionales (consumo abusivo de sustancias, trastornos de conducta auto y heteroagresivos, modalidades diversas en la identidad y la orientación sexual, inicio de trastornos psicóticos crónicos…). En la adolescencia, la repercusión de la depresión llega a alcanzar dimensiones que la sitúan entre las principales causas de morbilidad en este período vital, al igual que el suicidio, considerada, según Unicef, como la segunda causa de muerte en la población entre 15 y 24 años.
Semejante panorama, sin querer ser catastrofista, exige que los adultos –padres, profesores, profesionales de la salud mental y políticos– tomen conciencia de que la atención a las necesidades de una población especialmente frágil no puede ser obviada ni abordada de manera parcial o precipitada. Actuar con criterios erráticos implicaría, en primer lugar, no tener en cuenta el sufrimiento y marginación personal y familiar que conllevan estos padecimientos; y, en segundo término, perder la oportunidad de ejercer acciones preventivas eficaces que eviten la complicación o cronificación de trastornos cuya evolución puede ser modificada en sentido positivo, evitando o disminuyendo incapacidades futuras en el terreno social, académico o laboral.
En los últimos años se han tomado iniciativas tanto en el campo sanitario como en el educativo que implican cambios significativos y positivos en la asistencia a las necesidades psicológicas de los menores. Entre ellas, destacan la potenciación de los equipos y departamentos de orientación, la creación de Centros educativo-terapéuticos (CET) y de hospitales de día. Quedan pendientes asuntos como el frustrado intento de crear una especialidad de Psiquiatría Infantil o el aumento de la bajísima ratio de profesionales sanitarios dedicados a este sector.
Los profesionales sanitarios y los educadores siguen sin lograr la coordinación y el lenguaje común que les permita aunar criterios acerca de diagnósticos y formas de tratamiento. Y la desconexión es mucho más acusada cuando se considera la relación con los padres. A veces, la complicada vida laboral de estos, su aceleración existencial o, en los peores casos, la falta de capacidad o de deseo de asumir que son copartícipes de los problemas de sus retoños, obstaculiza que los profesionales lleven a cabo intervenciones realmente efectivas y les obliga a conformarse con meros «parches» que mejoren temporalmente ciertos síntomas.
Pero, incluso, siendo conscientes de tales obstáculos, sanitarios, docentes y servicios sociales no deberían renunciar a establecer un diálogo que atienda las dudas de los padres y estimule otras dirigidas a modificar los estilos educativos y las dinámicas familiares. Quizá únicamente esta confluencia (a través de escuelas de padres, sesiones conjuntas, actividades terapéuticas o lúdicas compartidas…) haga posible actuaciones psicosociales más que biológicas que promuevan el bienestar emocional de los futuros adultos, hecho que tendría un alcance impredecible en la mejora social.
Deja un comentario