En general, ni en la familia, ni en la escuela, ni en la cafetería, ni en el trabajo, ni siquiera en las iglesias, muchacha y muchacho valen lo mismo, ella puede querer aspirar a puestos que solo son (aún) de hombres, mientras él no quiere aceptar de ninguna manera trabajos que considera de mujer. Ella lo sabe, lo ve en la televisión, el cine, el arte, el periódico, las prédicas eclesiásticas, los salarios, en buena parte de los jueces (y juezas), los deportes, etc. No aparecen mujeres importantes en los planes de estudios, en los libros de texto, ni en los gobiernos bancarios o empresariales; ni siquiera como rectoras o decanas en las universidades públicas.
Ahora, en el siglo XXI, empieza a moverse algo en este sentido en ciertos países, pero no se sabe si el proceso de cambio continuará o irá para atrás dentro de unos años; en todo caso, a ellos el éxito les exige menos sacrificio y menos esfuerzo. La historia que sabemos y seguimos aprendiendo habla de hombres. Por eso, la rebeldía de las jóvenes se enfrenta a los padres, los profesores y, si viene al caso, a la policía en las manifestaciones, pero en su grupo generacional, para estas adolescentes educadas sin límites claros, el que las controlen indica afecto, el que sientan celos de ellas les revela amor, el que alguien se moleste en decirles que no a algo las encandila, porque ese joven, tan confuso como ella, muestra interés, y porque su contexto permisivo no la está haciendo feliz.
Defienden los evolucionistas que la naturaleza no desprecia nada, ni siquiera aquello que nosotros consideramos monstruoso. El proceso evolutivo, en su caminar, quizá cometa errores o tal vez haga pruebas que no entendemos, tal como regalar o quitar un dedo de la mano o hacer que un cuadrúpedo nazca con tres o cinco patas. Lo realiza sin pena ni satisfacción, sin importarle que el individuo sea humano, animal o vegetal. Por otra parte, ciertas mutaciones, aunque parezcan inútiles e, incluso, dañinas, se repiten cada tanto, no se sabe por qué, quizá sea un intento frustrado de nueva adaptación hacia el futuro. Y es que la evolución tiene muchas sendas ante sí, aunque en cada circunstancia, por el momento, solo resulten válidas algunas de ellas.
Según la sexóloga Valérie Tassos, en el proceso cultural sucede lo mismo: hay tradiciones, costumbres o creencias superadas que vuelven y vuelven, han dejado de ser mayoritarias, pero en ciertos sectores se mantienen, muchas veces hasta con fanatismo. Así el gusto de algunas jovencitas por muchachos “viriles”, bien machos según ellas, que las controlan, les dan órdenes y hasta llegan a pegarlas. En el fondo, con más o menos visibilidad, subsiste la indefensión aprendida, que a veces lleva hasta caer en el síndrome de Estocolmo, pues prevalece la idea de que no es hombre cabal quien no manda. Ese “usted no se meta, yo soy suya y él puede hacer conmigo lo que quiera”, pues “yo no solo lo permito, sino que me gusta”, pareciera que aún existe en algunas circunstancias. Ellos son “malos” porque es lo que fascina y, de alguna manera, exige la sociedad; así, cuando el varón no se impone, el grupo se desorienta. Las encuestas señalan que alrededor de un tercio de las jóvenes de entre 15 y 29 años justifican que el hombre pueda impedir trabajar a una mujer, estudiar o relacionarse con otras personas (según datos del CIS de 2015).
Vir en latín significa hombre, macho, varón; la virilidad ha sido un requisito para la guerra, al hombre históricamente se le ha considerado más preparado para ella, es más fuerte y biológicamente más agresivo, supuestamente más hábil en el uso de las armas, no tiene periodos de menstruación, de embarazos ni lactancias que lo inhabiliten. Con respecto a lo sexual, es el que penetra posesivamente, al que le suele preocupar menos el placer de la otra, quien además debe esforzarse en ello. En realidad, para él, el sexo es una forma de guerra, pero sin riesgos, por eso la otra, aunque sea metafóricamente, deviene un rival que “pasionalmente” hay que vencer.
El género impone la ley no solo en la guerra y en el sexo, sino en la sociedad y en la familia, tiñe todo con su dominio patriarcal. La mujer es su compañera, pero hasta ella, en muchos casos, para reconocerlo como pareja le exigirá que sea desenfadadamente fuerte, incluso prepotente.
Ciertamente, hoy estamos defendiendo otro tipo de masculinidad, pero en muchos casos seguimos novelando la vieja, la que viene impuesta desde hace milenios y, en estos ámbitos también nosotras hemos aprendido a movernos con cierta comodidad cuando el machismo cercano no es violento. Lo cierto es que esos modelos de antaño continúan funcionando en muchas niñas, porque son los que están asumidos por sus madres, tías, abuelas. Hasta puede suceder que a los otros tipos de hombres los califiquemos de blandengues. Por eso, las relaciones de este tipo se visualizan mejor desde fuera, por ejemplo, cuando ciertas amigas preguntan “cómo puedes querer a ese controlador”.
Y es que la presión sobre la joven es muy grande, ella sabe o intuye que el mundo actual es un campo de batalla, en el que no gana el mejor ni el más bondadoso, que en la mayoría de las circunstancias los simples lazos afectivos resultan débiles y ganan los aspectos económicos o de poder, por eso su propia naturaleza la coloca en un punto de salida más débil, que ella trata de compensar con su aspecto y tolerancia (con su arreglo personal, su capacidad de seducir, su docilidad y su ternura). Cree que un compañero fuerte puede ayudarla a crecer, a tener seguridad, a cuidar a sus hijos y por eso se deja “vencer” en la batalla de la vida, pues, en la mayor parte del sistema (incluso hablando del garantista occidental), la equidad aún no existe.
A la vista de la situación, parece urgente adoptar medidas importantes para cambiar enfoques trasnochados y equívocos, y evitar así, desde la familia, la escuela y la sociedad, que las niñas y jóvenes caigan o permanezcan en posturas contradictorias y negativas para su realidad y su futuro como personas en iguales derechos a los de los hombres.
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