En estos últimos años se viene denominando la evaluación como “evaluación para aprender”, en distintas formas, indicando que esta no debe aplicarse solamente para clasificar o calificar al alumnado (o las instituciones), o para señalar lo que se ha hecho mal, sin destacar lo que se hace bien, que suele ser la mayoría del trabajo realizado. En efecto, la mala imagen de la evaluación proviene, en buena parte, de que se enfoca a resaltar lo negativo, no valorando lo positivo de los aprendizajes o del funcionamiento institucional.
El mejor aprendizaje es, realmente, la finalidad que persigue todo sistema educativo. Y la evaluación debe colaborar –como el resto de los elementos curriculares– a su consecución: un modelo de evaluación continua y formativa, contribuirá con efectividad a conseguir progresos permanentes hacia el logro las competencias y objetivos previstos para toda la población escolar.
Pero, al fin, enseñanza y aprendizaje son dos caras de una misma moneda. Difícilmente un buen modelo de enseñanza genera aprendizajes escasos o deficientes, al igual que será casi imposible que un modelo de enseñanza inadecuado derive en aprendizajes de alto nivel. Parece un razonamiento de sentido común.
Por ello, hay que plantear también una evaluación para enseñar, no solo para aprender; es decir, una evaluación que apoye y ayude a mejorar las prácticas docentes en las aulas, que resulte útil para la reflexión sobre la experiencia, individual y de grupo, del profesorado, que sea un instrumento en el que consolidar las actuaciones didácticas; en definitiva, una evaluación que favorezca la investigación-acción del magisterio y que promueva, por lo tanto, la mejora permanente de la docencia.
Para llevar a efecto este modelo evaluativo, hay que proyectarlo desde el inicio de la actividad, programando las técnicas más idóneas para la recogida de datos y contando con los instrumentos apropiados para ello.
Por ejemplo, si yo cuento con un registro como el que aparece en la siguiente imagen (lista de control o escala de valoración, ahora llamados “rúbricas”) desde que comienzo el trabajo docente con mi alumnado, dispongo de una guía de lo que tengo que hacer durante un periodo determinado: tres meses o un año académico completo. En el primer caso, me servirá, además, para facilitar un informe de evaluación a las familias y al alumnado con todo tipo de detalles acerca de los aprendizajes alcanzados; y, en el segundo, para evaluar a lo largo de un curso aspectos educativos que se irán consiguiendo paulatinamente: actitudes, competencias, procedimientos…
En cualquier caso, desde el momento en que me planteo lo que quiero que mi alumnado logre en un plazo de tiempo determinado, no tengo más que seguir la guía elaborada y recogida en ese registro. Me indica los objetivos perseguidos, los tipos de actividades que debo plantear para conseguirlos, los recursos que voy a necesitar, la secuencia ordenada de presentación… Es una hipótesis de trabajo sistemática (como toda programación) que se irá confirmando durante su aplicación o que habrá que modificar a la vista de los resultados parciales ya valorados.
Así, mediante una evaluación bien planteada dentro del sistema educativo, esta resulta útil no solo para que aprenda el alumnado, sino para que aprendamos todos, también las y los docentes. Sirve para aprender y para enseñar mejor, perfeccionando día a día la metodología empleada, las actividades y recursos didácticos utilizados, las estrategias seleccionadas en cada caso…
Entiendo que ese es el papel que debe jugar la evaluación dentro del diseño curricular y que constituye un error importante aplicarla solo para comprobar, clasificar, calificar, excluir…, conceptos y términos que no debieran aparecer en la educación obligatoria e inclusiva. El objetivo inaplazable es construir un modelo evaluador que incluya a todos y considere las potencialidades de cada uno, que favorezca el ajuste del sistema a cada estudiante y que no obligue a la continua exigencia de que este se adapte a un sistema rígido de enseñanza. Flexibilidad y accesibilidad del currículo requieren de una evaluación que aporte apoyos decisivos al profesorado para que pueda ejercer sus funciones del mejor modo posible.
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