Las heridas emocionales de la COVID-19: Afrontar un trauma presente que no olvide lo serrores del pasado

Ana Isabel Sanz Psiquiatra Directora del Instituto Psiquiátrico Ipsias

Hace ya dos largos años, la rea­lidad superó de forma brusca y con creces el argumento de una película de terror. En apenas una se­mana, todo el planeta se vio sumido en una crisis de dimensiones que aún no acabamos de captar en toda su mag­nitud.
En concreto, nuestra sociedad, acostumbrada a niveles muy altos de li­bertad, de interacción con otros y de bienestar, tuvo que afrontar casi de un día para otro el hecho de que se le pro­hibiera salir de sus hogares salvo por motivos muy concretos y que existía un peligro contagioso invisible que podía producir la muerte por mecanismos que se desconocían y que, por lo tanto, la impedían defenderse.
Los “ingredientes” que confluyeron en ese nefasto marzo de 2020 consti­tuían el contexto perfecto para desbor­dar la capacidad de afrontamiento psicológico de cualquier ser humano, incluso aquel con un equilibrio mental razonablemente saludable. No existían precedentes de una medida de aisla­miento de la población a nivel mundial ni de sus consecuencias ni físicas ni psicológicas.
El mundo occidental, acostum­brado a tener sus necesidades materia­les, lúdicas y culturales razonablemente cubiertas y a vivir con la sensación de estar a salvo y seguro, de repente cons­tató que todas sus certezas se esfuma­ban: los expertos en ciencias de la salud carecían de respuestas sobre el funcionamiento de un misterioso virus, los responsables de la Salud Pública y los políticos en general no adoptaban iniciativas coherentes, la actividad eco­nómica se convertía en algo inviable y hasta lo más elemental –la relación con los seres queridos, con los amigos y con otras personas– se transformaba en un anhelo imposible de satisfacer, in­cluso en circunstancias cruciales como la enfermedad o en el momento de despedirse cuando moría alguien cer­cano.
Las expectativas sobre la vida pa­saron de ser un horizonte más o menos abierto a devenir en una condena sin fecha de finalización que ponía la fron­tera de lo posible en la puerta de una casa, a veces muy pequeña y para de­masiada gente. En este sentido, resulta obligado no olvidar la infinita angustia tanto de los que enfermaron de COVID­19 como de la de aquellos familiares que no pudieron acompañarlos por las medidas de seguridad en hospitales y residencias. Sus duelos constituyen un capítulo que merece un tratamiento aparte en esta tragedia colectiva y que ha dejado heridas emocionales muy profundas en las que queda mucho por hacer.
Todo ello suponía confrontar a diario la incertidumbre, el miedo y la ausencia de herramientas para sortear a un ene­migo mortal cuyas armas eran desco­nocidas y que convertían a los demás en potenciales enemigos.
Ante un panorama tan opresivo, las respuestas psicológicas fueron diferen­tes, teñidas de ansiedad y síntomas emocionales varios. El temor exacer­bado por el estado de salud, la sensa­ción opresiva de soledad, la inquietud, el nerviosismo, la irritabilidad, el cansan­cio, el desánimo, la alteración de los rit­mos fisiológicos (comida, sueño, ejercicio…), la falta de perspectivas fu­turas… empezaron a afectar a una parte nada desdeñable de la colectivi­dad que tampoco encontraba con faci­lidad respuestas en los servicios sanitarios, pues muchos profesionales desaparecieron de sus consultas y las únicas vías de solicitud de ayuda eran líneas de teléfono o videoconsultas no siempre accesibles ni con respuestas satisfactorias.
Junto a la proliferación de los sínto­mas de estrés, ansiedad y depresión, para no pocas personas el refugio y la anestesia ante ese encerramiento drás­tico fueron el consumo abusivo de al­cohol, de otras sustancias o el enganche desmedido al uso de video­juegos y a los dispositivos electrónicos en general.
Más allá de la expansión de la afi­ción por cocinar, en muchos casos la relación con la comida y con la imagen corporal pasó a ser una preocupación obsesiva que comenzó a amargar la vida cotidiana de muchas personas, en especial, de los adolescentes y, más aún las chicas.
Es un hecho llamativo –y tal vez no minoritario– que ante el confinamiento, no todos hemos reaccionado con des­agrado. Para algunas personas, tanto adultas como menores o adolescentes, la reclusión obligada supuso poderse permitir una transitoria tregua para con­flictos en su relación con los demás que les amargaban la vida.
Pero si el encerramiento de marzo fue una experiencia traumática no ha sido menos complejo el desconfina­miento, unos 100 días después. Sin respuestas definitivas, con informacio­nes confusas, instrucciones guberna­mentales contradictorias, incertidum­bres económicas crecientes, perspec­tivas futuras que favorecen la confusión y el cansancio psicoemocional… así es como la ciudadanía ha de afrontar una nueva etapa que dista mucho de ser tranquilizadora y que ha hecho más evi­dente si cabe el sufrimiento psíquico de toda una sociedad que se percibe ame­nazada, disgustada consigo misma y con el entorno, desesperanzada ante el futuro hasta llegar a plantearse con in­sistencia no solo el sentido de la vida sino el deseo persistente de acabar con todo (las estadísticas publicadas por el Observatorio del Suicidio en España in­dican que 2020 fue el año con más sui­cidios en nuestro país –cerca de 4.000– desde que se tienen registros).
A medida que el tiempo permite va­lorar las repercusiones psicopatológi­cas de la pandemia de la COVID-19, se detecta que, siendo un fenómeno ge­neralizado, las repercusiones están siendo especialmente dramáticas en determinados sectores poblacionales. Podrían hacerse análisis diferenciados del impacto entre la población adulta, la tercera edad, las personas que arras­tran secuelas crónicas de la infección, los profesionales sanitarios… pero quiero centrarme en una parte de la so­ciedad especialmente vulnerable: los adolescentes y jóvenes.
Tal vez por carecer de herramientas emocionales adecuadas o por haber experimentado cambios especialmente radicales en sus condiciones de vida, los adolescentes parecen estar siendo especialmente golpeados por las con­secuencias emocionales de la pande­mia. Los padres, los docentes, los pro­fesionales sanitarios y diversas ONGs denuncian la elevada frecuencia con que detectan entre los niños y adoles­centes indicios de ansiedad, depresión, insomnio, irritabilidad y alteraciones de la conducta. Síntomas de ansiedad, de depresión, pérdida de concentración… son algunos de los motivos frecuentes de consulta.
Desde mi consulta me alarma el hecho de que pareciera que los adoles­centes no tienen facilidad para comuni­car su malestar y pedir ayuda. Les cuesta (para evitar preocupar a sus pa­dres, para no mostrar debilidad, para no parecer “raros”…) o no encuentran quien les escuche cuando pretenden transmitir sus preocupaciones. El efecto es que a veces sus autolesiones (cica­trices en el sentido más literal de su dolor psíquico), sus peleas con el cuerpo que odian o sus deseos/ inten­tos de quitarse la vida no se hacen evi­dentes hasta varios meses después de haber surgido. Ese “silencio atronador” del sufrimiento adolescente en medio de esta catástrofe colectiva resulta un aldabonazo que deberíamos atender como sociedad. Los políticos y los me­dios de comunicación han captado el potencial de esta cuestión y han con­vertido la “salud mental” en un potente eslogan. Esperemos que sus iniciativas no se queden en meros reclamos de­magógicos y realmente trasciendan en medidas que ya en 20181 se reclama­ban en un artículo como prioritarias y urgentes. Si el aldabonazo de esta epi­demia emocional derivada de la COVID­19 cala realmente en la superación de tabúes y estigmas y en la atención efi­caz tanto en la asistencia de las pato­logías mentales como en la promoción de una auténtica salud emocional, en­tonces quizá el sufrimiento vivido habrá merecido en algo la pena.
1. La salud de nuestros menores: una asigna­tura pendiente, 31 de enero de 2018. https://re­vistainnovamos.com/2018/01/31/la-salud-de-n uestros-menores-una-asignatura-pendiente/

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