Hace ya dos largos años, la realidad superó de forma brusca y con creces el argumento de una película de terror. En apenas una semana, todo el planeta se vio sumido en una crisis de dimensiones que aún no acabamos de captar en toda su magnitud.
En concreto, nuestra sociedad, acostumbrada a niveles muy altos de libertad, de interacción con otros y de bienestar, tuvo que afrontar casi de un día para otro el hecho de que se le prohibiera salir de sus hogares salvo por motivos muy concretos y que existía un peligro contagioso invisible que podía producir la muerte por mecanismos que se desconocían y que, por lo tanto, la impedían defenderse.
Los “ingredientes” que confluyeron en ese nefasto marzo de 2020 constituían el contexto perfecto para desbordar la capacidad de afrontamiento psicológico de cualquier ser humano, incluso aquel con un equilibrio mental razonablemente saludable. No existían precedentes de una medida de aislamiento de la población a nivel mundial ni de sus consecuencias ni físicas ni psicológicas.
El mundo occidental, acostumbrado a tener sus necesidades materiales, lúdicas y culturales razonablemente cubiertas y a vivir con la sensación de estar a salvo y seguro, de repente constató que todas sus certezas se esfumaban: los expertos en ciencias de la salud carecían de respuestas sobre el funcionamiento de un misterioso virus, los responsables de la Salud Pública y los políticos en general no adoptaban iniciativas coherentes, la actividad económica se convertía en algo inviable y hasta lo más elemental –la relación con los seres queridos, con los amigos y con otras personas– se transformaba en un anhelo imposible de satisfacer, incluso en circunstancias cruciales como la enfermedad o en el momento de despedirse cuando moría alguien cercano.
Las expectativas sobre la vida pasaron de ser un horizonte más o menos abierto a devenir en una condena sin fecha de finalización que ponía la frontera de lo posible en la puerta de una casa, a veces muy pequeña y para demasiada gente. En este sentido, resulta obligado no olvidar la infinita angustia tanto de los que enfermaron de COVID19 como de la de aquellos familiares que no pudieron acompañarlos por las medidas de seguridad en hospitales y residencias. Sus duelos constituyen un capítulo que merece un tratamiento aparte en esta tragedia colectiva y que ha dejado heridas emocionales muy profundas en las que queda mucho por hacer.
Todo ello suponía confrontar a diario la incertidumbre, el miedo y la ausencia de herramientas para sortear a un enemigo mortal cuyas armas eran desconocidas y que convertían a los demás en potenciales enemigos.
Ante un panorama tan opresivo, las respuestas psicológicas fueron diferentes, teñidas de ansiedad y síntomas emocionales varios. El temor exacerbado por el estado de salud, la sensación opresiva de soledad, la inquietud, el nerviosismo, la irritabilidad, el cansancio, el desánimo, la alteración de los ritmos fisiológicos (comida, sueño, ejercicio…), la falta de perspectivas futuras… empezaron a afectar a una parte nada desdeñable de la colectividad que tampoco encontraba con facilidad respuestas en los servicios sanitarios, pues muchos profesionales desaparecieron de sus consultas y las únicas vías de solicitud de ayuda eran líneas de teléfono o videoconsultas no siempre accesibles ni con respuestas satisfactorias.
Junto a la proliferación de los síntomas de estrés, ansiedad y depresión, para no pocas personas el refugio y la anestesia ante ese encerramiento drástico fueron el consumo abusivo de alcohol, de otras sustancias o el enganche desmedido al uso de videojuegos y a los dispositivos electrónicos en general.
Más allá de la expansión de la afición por cocinar, en muchos casos la relación con la comida y con la imagen corporal pasó a ser una preocupación obsesiva que comenzó a amargar la vida cotidiana de muchas personas, en especial, de los adolescentes y, más aún las chicas.
Es un hecho llamativo –y tal vez no minoritario– que ante el confinamiento, no todos hemos reaccionado con desagrado. Para algunas personas, tanto adultas como menores o adolescentes, la reclusión obligada supuso poderse permitir una transitoria tregua para conflictos en su relación con los demás que les amargaban la vida.
Pero si el encerramiento de marzo fue una experiencia traumática no ha sido menos complejo el desconfinamiento, unos 100 días después. Sin respuestas definitivas, con informaciones confusas, instrucciones gubernamentales contradictorias, incertidumbres económicas crecientes, perspectivas futuras que favorecen la confusión y el cansancio psicoemocional… así es como la ciudadanía ha de afrontar una nueva etapa que dista mucho de ser tranquilizadora y que ha hecho más evidente si cabe el sufrimiento psíquico de toda una sociedad que se percibe amenazada, disgustada consigo misma y con el entorno, desesperanzada ante el futuro hasta llegar a plantearse con insistencia no solo el sentido de la vida sino el deseo persistente de acabar con todo (las estadísticas publicadas por el Observatorio del Suicidio en España indican que 2020 fue el año con más suicidios en nuestro país –cerca de 4.000– desde que se tienen registros).
A medida que el tiempo permite valorar las repercusiones psicopatológicas de la pandemia de la COVID-19, se detecta que, siendo un fenómeno generalizado, las repercusiones están siendo especialmente dramáticas en determinados sectores poblacionales. Podrían hacerse análisis diferenciados del impacto entre la población adulta, la tercera edad, las personas que arrastran secuelas crónicas de la infección, los profesionales sanitarios… pero quiero centrarme en una parte de la sociedad especialmente vulnerable: los adolescentes y jóvenes.
Tal vez por carecer de herramientas emocionales adecuadas o por haber experimentado cambios especialmente radicales en sus condiciones de vida, los adolescentes parecen estar siendo especialmente golpeados por las consecuencias emocionales de la pandemia. Los padres, los docentes, los profesionales sanitarios y diversas ONGs denuncian la elevada frecuencia con que detectan entre los niños y adolescentes indicios de ansiedad, depresión, insomnio, irritabilidad y alteraciones de la conducta. Síntomas de ansiedad, de depresión, pérdida de concentración… son algunos de los motivos frecuentes de consulta.
Desde mi consulta me alarma el hecho de que pareciera que los adolescentes no tienen facilidad para comunicar su malestar y pedir ayuda. Les cuesta (para evitar preocupar a sus padres, para no mostrar debilidad, para no parecer “raros”…) o no encuentran quien les escuche cuando pretenden transmitir sus preocupaciones. El efecto es que a veces sus autolesiones (cicatrices en el sentido más literal de su dolor psíquico), sus peleas con el cuerpo que odian o sus deseos/ intentos de quitarse la vida no se hacen evidentes hasta varios meses después de haber surgido. Ese “silencio atronador” del sufrimiento adolescente en medio de esta catástrofe colectiva resulta un aldabonazo que deberíamos atender como sociedad. Los políticos y los medios de comunicación han captado el potencial de esta cuestión y han convertido la “salud mental” en un potente eslogan. Esperemos que sus iniciativas no se queden en meros reclamos demagógicos y realmente trasciendan en medidas que ya en 20181 se reclamaban en un artículo como prioritarias y urgentes. Si el aldabonazo de esta epidemia emocional derivada de la COVID19 cala realmente en la superación de tabúes y estigmas y en la atención eficaz tanto en la asistencia de las patologías mentales como en la promoción de una auténtica salud emocional, entonces quizá el sufrimiento vivido habrá merecido en algo la pena.
1. La salud de nuestros menores: una asignatura pendiente, 31 de enero de 2018. https://revistainnovamos.com/2018/01/31/la-salud-de-n uestros-menores-una-asignatura-pendiente/
Deja un comentario