“Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo». Este mensaje publicitario que circuló rodeado de polémica durante un tiempo por las calles de algunas ciudades españolas puede calificarse no solo de irrespetuoso y discriminatorio, sino principalmente de simplificador y, por lo tanto, científicamente cuestionable, si no completamente falso.
Con distintos matices, e incluso con inevitables sesgos ideológicos, las principales organizaciones sanitarias implicadas en cuestiones vinculadas a la sexualidad humana (Sociedades de Pediatría, Endocrinología, Psiquiatría, Psicología…) han ido reconociendo lo que la realidad muestra con terca reiteración: que la identidad y la orientación sexual no coinciden necesariamente ni con la dotación cromosómica (XX, XY con sus correspondientes variantes intersexuales o las anomalías numéricas del cariotipo que subyacen tras síndromes como el de Turner o Klinefelter) ni con la presencia de determinados caracteres sexuales internos o externos, sino que son procesos mucho más complejos en los que lo biológico interacciona de forma aún no totalmente conocida –y por lo tanto sujeta a la polémica y a teorías de índole diversa– con factores psicosociales.
Pretender que la sociedad la integran hombres –que lo son por el hecho de sus atributos fálicos– y mujeres, determinadas por la carencia de ellos, sin duda ayuda a aquellos con mentalidad más o menos rígida a “clasificar” y transitar de manera segura por una realidad a la que, de esa forma, restan angustia e imprevisibilidad. Pero sus anteojeras pasan por alto que existen personas que, más o menos temprano en su desarrollo biográfico, constatan que el aspecto de su cuerpo y la imagen interna que tienen de lo que son sexualmente no coinciden en absoluto. Muchas lo intuyen desde muy temprano, incluso desde los 2-3 años, y lo mantienen contra viento y marea ante familiares o profesorado.
Ellos o ellas (algunos reivindican el “elles” como exponente de un tercer género más allá de lo binario) perciben con claridad que, independientemente de los penes o vulvas que reflejan los espejos o de los nombres que les asignaron sus padres, sus aspiraciones vitales son radicalmente opuestas a lo que codifican y ordenan esos corsés biológico-sociales. Así, unas cuantas Cristinas, Bárbaras, Anas… tienen claro que quieren jugar al fútbol con sus amigos, competir acerca de lo lejos que llegan con su chorrito de orina, protagonizar celebraciones con traje de marinero y visualizarse con futuras barbas y tupés. A su vez, no pocos Adrianes, Manolos, Lucas saben que quisieran llamarse tal vez Blanca y vestir traje de bailarina, para dejarse llevar por la fuerza de un príncipe arrebatador y convencional que las rescate cogiéndolas por cinturas de avispa… No, no estoy haciendo un canto a los estereotipos sexuales más rancios de la sociedad burguesa, sino a la certeza de ciertos pequeños acerca de que son diferentes y que tienen derecho a ello, sin que se les considere enfermos ni se les quiera corregir o curar.
No se conocen cifras fiables acerca de la prevalencia del fenómeno transgénero en la infancia o la adolescencia. El secretismo, los tabúes y los sesgos ideológicos constituyen una tupida maraña que impide saber con exactitud con qué frecuencia la transexualidad infanto-juvenil constituye una vivencia pasajera y en cuántas ocasiones deviene en una tendencia consistentemente mantenida hasta la edad adulta. En realidad, la discordancia entre la identidad sexual percibida y los rasgos sexuales asignados biológicamente continúa siendo un fenómeno que, tanto individual como socialmente, despierta más dudas y controversias que respuestas. Lo que parece evidente es que, como sociedad, no podemos seguir manteniéndonos al margen de esta opción vital.
Lo que hasta hace poco parecía una “moda” propia de países como Estados Unidos ha llegado a nuestro entorno, no solo como una corriente reivindicativa a través de los movimientos LGTBIQ con una creciente influencia en la política nacional, sino como un fenómeno cotidiano para personas con nombres y apellidos que afrontan una forma de vida cargada de complejidades, cuando no de rechazo sutil o abiertamente violento. Evitando en la medida de lo posible las etiquetas (transexualismo, sexualidad no binaria, disforia de género…), entre otros motivos porque es un bosque tupido y muchas veces fuente de confusión, cabe destacar que la vivencia de este conflicto entre la identidad y el cuerpo asignado conlleva demasiado frecuentemente sufrimiento psíquico y físico, a veces tan intenso que acaba en suicidios como el del joven Ekai en el País Vasco hace pocas semanas.
Son muchas las fuentes de dolor y “disforia” que afrontan las personas disconformes con el sexo que la naturaleza les ha otorgado (rechazo parental, acoso escolar, agresiones en la calle, humillaciones por parte de los profesionales sociosanitarios a los que recurren…). Sin embargo, muchos creemos que ese dolor es evitable o al menos suavizable, si se trabaja la aceptación por parte del entorno familiar, escolar y social de esta manera diferente de vivir, de experimentar la identidad sexual. En definitiva, antes que seres sexuados, deberíamos considerarnos, tratarnos y respetarnos como “personas”. Se conocen, afortunadamente, experiencias que confirman que actuaciones a nivel escolar y comunitario dirigidas a la integración de las diferencias sexuales logran mejorar la convivencia y el bienestar emocional de los individuos transgénero. Quizá, además de abordar y facilitar el acceso cuando proceda a ciertos protocolos centrados exclusivamente en la transición corporal, sería inexcusable centrarse en la aceptación sin estigmas y en facilitar la “transición social” de los menores que ya están viviendo en nuestras escuelas un desarrollo psicosexual por caminos diferentes a los tradicionalmente aceptados como “ortodoxos”.
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