Según los mitos religiosos, las mujeres provenimos de parte del cuerpo masculino; tal vez por ello el nuestro les pertenece por completo. Sin embargo, pareciera que la ciencia empezó con la curiosidad de mujeres como Pandora o Eva; la primera, causante, al abrir el ánfora que los encerraba, de la llegada de todos los males al mundo; y la segunda, culpable de pecar al morder la manzana del árbol prohibido del bien y del mal, por lo que son cruelmente castigadas a pesar de que la curiosidad y la investigación son las motivaciones que nos van conduciendo por el camino del progreso, pero para los hombres ya instalados en el poder nada es más peligroso que el deseo de saber cosas nuevas, pues el conocimiento cambia las cosas. Quizá estas mujeres creadas aquí por un dios obviamente machista siguieron actuando como si aún existiese el viejo matriarcado, evidentemente ya desterrado en cuanto ellos como guerreros se hicieron dueños de todo, incluso de las mujeres, que encerraron para garantizar que los hijos portaran sin duda alguna su ADN, los cuales por supuesto también eran de su propiedad. En la actualidad, eso sí que ha variado: ahora los padres son propiedad de los hijos y, a veces, hasta los 30 años.
¿Por qué en estos momentos resulta tan difícil la relación con el cuerpo –que es sede de la mente y la identidad– y no solo para las mujeres? ¿Por qué hay personas que lo viven como una fuente de frustraciones? Antes, cierta preocupación aparecía en vísperas del verano, cuando se temían las estancias en la playa o la asistencia a termas o piscinas. La realidad es que en buena parte de profesiones, la “belleza”, según los cánones, garantiza ciertos beneficios a la hora de solicitar un puesto o, incluso, hacer relaciones. Esto puede resultar discriminatorio, pero difícil de combatir; tal vez por ello no nos guste hablar de edad, peso y, mucho menos, de ciertas dolencias o dependencias. De igual forma pasa lo mismo, aunque quizá por inversas razones, para silenciar el propio sueldo, aunque nos seduce poseer y mostrar un buen coche o una excelente vivienda. De estas apreciaciones se puede deducir que lo valorado es la juventud, la delgadez, la tenencia de bienes caros sin determinar ganancias mensuales, aunque se haga ostentación de riqueza.
Ahora bien, tanto la belleza como la inteligencia son dones de la naturaleza, aunque obviamente puedan trabajarse de diversas formas; en el otro polo, debemos aceptar que la fealdad o la carencia de talento tienen peor arreglo, lo cual es totalmente injusto, y más considerando que acompaña para toda la vida. En todo caso, hoy en día distintas causas pueden empañar lo positivo (como la belleza que palidece con la vejez) y otras mejorar lo deficiente, por lo cual no debería resultar una barrera infranqueable para ser y estar en el mundo sin sentirse un bicho raro. Por otro lado, resulta contradictorio en sociedades individualistas donde se aprecia lo exclusivo, ese afán por mostrarnos todos iguales, los mismos músculos para ellos, las mismas barbas, idénticas modas en trajes, corbatas, calzado, etc.; y en ellas, el mismo tipo de melena, de maquillaje, de tacones o de lencería, amén del moldeado o aumento de mamas o la frecuencia de liposucciones. Las tallas, a las que estas se someten, presentan, salvando las distancias temporales, según la socióloga Fátima Mernissi, cierta relación con la costumbre inhumana de vendar los pies a las niñas en la China feudal o de tapar el rostro detrás de oscuros velos a las mujeres musulmanas, agrego yo de mi cosecha. La aberración llega a tanto que, si bien a los hombres les gusta meter los ojos y las manos, cuando pueden, por los escotes, sin embargo denuncian como desagradable ver a una madre dando de mamar a su bebé, quizá como parte retardada del insatisfecho complejo de Edipo.
En Europa, el no tener la talla adecuada, se condena en el caso de las mujeres con una simple mirada despectiva, la descalificación verbal, la exclusión de ciertos grupos o de algunos trabajos de los que se las despide, pues resultan un mal ejemplo. Si, además, esa persona se arregla para gustar, se la califica de inconsciente, vergonzante, hipócrita, de ahí que en las redes retoquen sus cuerpos hasta resultar irreales. Suelen tacharlas de enfermas, aunque muchas no lo sean, sin tener en cuenta que las flaquísimas también padecen trastornos de diferentes tipos. Claro que esto les sucede casi exclusivamente a las mujeres, ellos a ciertas edades son libres de parecer embarazados de trillizos cerveceros. Esta es otra forma de mantener castigado al sexo femenino, de decirle como tiene que ser, vestirse, hablar, pensar, comportarse…
Cuando cuestionan nuestro cuerpo saben que nos denigran por entero y que deja de importar nuestro talento, nuestras emociones, nuestra generosidad y necesidades, pues derrumban toda autoestima. Según la psicóloga Susie Orbach, en muchas ocasiones comemos sin hambre a causa de un sentimiento de inferioridad que deseamos superar; entonces, obviamente, la gordura es un síntoma del estrés que provoca el sistema patriarcal para mantenernos insatisfechas por la falta de derechos igualitarios.
El mito de la belleza
Ante la evidencia milenaria de la postergación femenina, la mujer come para protegerse de que la estereotipen, y acepta que le exijan una talla infantil, un modelo de físico, asumiendo la predisposición sexual a la sumisión; según la psicoanalista Orbach, ahora, además, todo ello agravado por las redes sociales. Semejante condena, evidentemente, es más brutal en ciertas profesiones; así, las actrices, por ejemplo, tienen que parecer esqueletos con piel, sin caderas, sin busto, sin nada. Increíble que esto sea lo que les gusta a los hombres, más parece el castigo que nos aplican para no ser personas en igualdad de derechos. Sí, sí, parecen decir, ya podéis aspirar al mismo sueldo y a los mismos trabajos, pero tendréis que ser solo flaca osamenta en movimiento. Es otra forma menos cruenta que demostrar poder mediante los insultos, los golpes o la violación. Todas debemos obedecer sus órdenes, acatar sus gustos, asumir sus demandas.
En El mito de la belleza, Naomi Wolf opina que así las mujeres se vuelven dementes dóciles al aceptar dietas constantes o intermitentes, “empoderadas” en tantas cosas. No obstante, somos mendigas en cuanto a la genuflexión de nuestro cuerpo. Hoy no nos encierran en conventos, ni en manicomios, ni en el hogar familiar, sino en un cuerpo que llegamos a odiar porque no es etéreo ni siempre joven, al someternos a distintas torturas aparentemente por nuestra voluntad. Anhelamos la ficción que nos muestran las fotografías tratadas con Photoshop, alargadas, estiradas, adelgazadas, lacadas… Estas pautas visuales nos obsesionan como modelos ideales que debemos imitar. Nosotras nos imponemos todas las penas para ser como marcan los estándares, sin permitirnos cuestionar el disparate de que todas debamos usar la talla 38.
Por eso, las luchas feministas nos proponen que analicemos estas cuestiones desde una óptica más realista. Hambre y aceptación social tienen que redimensionarse. Comer no debe servir de anestesia para evitar sentir el dolor por no ser queridas, mejor volcarse en fomentar la propia creatividad y el equilibrio personal. Dejar de lado la idea única e inconsciente de ser objeto de deseo del otro por nuestro escuálido cuerpo, ocuparnos de nuestra mente y mostrar capacidad para la amistad, la solidaridad y el compromiso. No seamos objetos, sino sujetos que se respetan y valoran, fascinemos por nuestra capacidad para el amor y no tanto por satisfacer automáticamente las exigencias del otro sexo, olvidémonos de la verborragia de la autoayuda y apostemos por alcanzar un capital social que demuestre nuestras habilidades para movernos en el mundo más allá de las artificiales cadenas del género, simplemente como personas. No nos miremos tanto al espejo, ni nos comparemos con otras; en la antigüedad se nos consideraba diosas por el milagro exclusivo de poder alumbrar otras vidas, pero primero tenemos que elegir la nuestra, no de manera impuesta, sino libremente, capaces de negarnos al maquillaje diario y a la desfiguración corporal.
Lo cierto es que tanto hombres como mujeres hemos sido educados en un sistema patriarcal; por lo tanto, aunque con diferencias, unas y otros somos machistas, igual que lo es el lenguaje, creación humana de sociedades que desde illo tempore lo eran y aún lo son, por lo tanto nuestra lucha también implica que debemos esclarecernos y, a veces, luchar contra nosotras mismas. Eso se nota en las diferencias y renuncias que hay entre las jóvenes y no solo con nuestras abuelas, sino incluso entre hermanas o compañeras de la misma generación. Tal realidad nos debilita, pero también nos exige una reflexión mayor y mejor argumentada que debe apoyarse en datos objetivos y concluyentes como los que recoge Inés Pineda Torra en el Prólogo a la obra Científicas. Una historia, muchas injusticias, de José Manuel Lechado, de la que sacamos los datos siguientes como ejemplo de que lo que se cuestiona de nuestro cuerpo es lo mismo que se hace en cuanto a nuestro desempeño profesional, extensible al hecho de que parece prescribirse que en nada ni nunca podremos ser tan brillantes o más que ellos. Algo evidenciado en la lucha contra nuestro cuerpo se registra desde antaño en la caza de brujas, competentes expertas en el uso de hierbas medicinales y asistencia a partos o en las atrocidades médicas ejercidas sobre mujeres por conspicuos médicos o equivalentes del estilo de operaciones quirúrgicas sin anestesia, el servir para experimentos espantosos e, incluso, la obligación en las cárceles de acostarse con los guardianes o soldados.
En este libro se manifiesta el difícil camino de las mujeres científicas que nos sirve para ejemplificar el de todas en cualquier profesión y que se endurece más cuanto más alto es el nivel académico o investigador, lo cual no depende de que el número de estas sea mayor o menor que el de ellos en cuanto estudiantes. Aparte del porcentaje inicial de ellas y ellos, su acceso a laboratorios de élite es menor, aún tienen sueldos más bajos y reciben menor apoyo y orientación, se las invita menos a dar conferencias, por diversas razones, que por lo común ni se mencionan, se las considera menos adecuadas para algunos puestos y se las evalúa con más dureza, incluso tienen más dificultades para publicar en revistas de “impacto” y, en el caso de lograrlo, son menos citadas por sus camaradas masculinos.
Dada la importancia en el currículo de los artículos publicados –que no libros– para ascender en su carrera, se han realizado estudios con el fin de “estimar la cantidad de años necesarios para conseguir la paridad de género en ciencia… La estimación general se ha calculado en 16 años”, pero con gran variación entre las disciplinas; así, en algunas se ha calculado que la citada paridad se podría conseguir en 10, mientras que en otras, como Física, se estima que se requerirán nada menos que 258 años. Lapso que no solo revela la injusticia existente en el presente, sino hacia el futuro, y ello aunque ya nadie cuestiona la igualdad de capacidades. Para remediar esta absurda situación no se necesitan tanto las cuotas como la valoración objetiva de cada persona al puesto correspondiente, su competencia y no su género, además de facilitar la visibilización social de las mujeres, para que las niñas tengan modelos que puedan seguir y opciones por las que luchar en igualdad de condiciones y esto en todos y cada uno de los campos laborales y, por qué no, de la vida diaria, pues existen aún muchas discriminaciones invisibles. Sin embargo, una mujer realizada educa mejor a sus hijos, da más felicidad a su pareja y suele estar más integrada en su trabajo y en su grupo social.
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