En los centros escolares hay muchos aspectos de la cotidianidad ante los que el personal docente se mantiene ajeno, encerrado en un aula-torre de marfil a la que no llegan las preocupaciones más acuciantes del alumnado, entre ellas los actos de violencia a los que son sometidos algunos chicos y chicas.
La experiencia demuestra que cuando los estudiantes se ven sometidos a cualquiera de las variantes del acoso, en el drama no solo participan ellos como víctimas y los agresores. Casi siempre hay un tercer actor –los testigos–, de cuya actitud puede depender en gran medida la posibilidad real de atajar la epidemia del maltrato recibido por algunos menores en la escuela.
Las estadísticas muestran que un elevado porcentaje del alumnado se ha visto implicado como testigo en algún episodio de agresión a colegas. Desgraciadamente, la actitud de estos espectadores no suele ser la de oponerse más o menos activamente a la injusticia que están presenciando, sino que, por el contrario, suelen callar por temor o directamente animar con entusiasmo variable al agresor. No es este el momento de ahondar en las raíces psicológicas de cada una de estas conductas, pero sí de tomar conciencia del enorme valor que podría tener el incentivar la influencia de ese grupo que protesta o quiere hacerlo y tal vez no se atreve. Así lo han entendido tanto algunos centros como ciertas organizaciones civiles y las autoridades educativas de la Comunidad de Madrid; eso sí, desde planteamientos netamente diferenciables.
En lo que se refiere a las iniciativas institucionales, querría referirme al Decreto 32/2019, de 9 de abril, del Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid, que establece el marco regulador de la convivencia en los centros docentes bajo su competencia. En esta normativa, el artículo 5 d de los deberes de los alumnos convierte en obligatorio el que los estudiantes comuniquen cualquier situación de abuso y ruptura de la convivencia, contemplando la expulsión de hasta seis días para aquellos que incumplan tal deber.
Menos “coercitivas” y con mayor énfasis en la sensibilización cabe destacar la campaña de la Consejería de la Comunidad de Madrid “Ante el acoso escolar no te calles. Cuéntalo” (2016) o “No alimentes al monstruo” (2017) (Fundación Mutua Madrileña y Fundación ANAR) y “#Activatupoder” (2019) (Fundación Mutua Madrileña y Disney).
Los grupos de alumnos o brigadas escolares antiacoso implantados experimentalmente en algunos centros de diversas comunidades autónomas –por ejemplo en Andalucía, Murcia o el País Vasco– apoyan su filosofía en la privilegiada posición de los propios escolares para detectar y frenar las escaladas de violencia cuando cuentan con una adecuada sensibilización y formación previa en estrategias de escucha activa, resolución de conflictos o aprendizaje cooperativo, entre otras. Se trata de una modalidad de intervención con prolongado arraigo en países como Reino Unido, Canadá o Australia, y que tuvo su primera concreción en España en el Proyecto Beatbullying Mentors (2014), amparado en el programa europeo antiviolencia Daphne III.
Sin embargo, conviene insistir en que los cimientos de cualquier iniciativa dirigida a fomentar las denuncias de malos tratos a ciertos sectores del alumnado solo tendrá éxito si se derriban las tópicos que minimizan las agresiones y hacen que la comunidad educativa mire para otro lado. Conviene ser consciente de que el silencio de las víctimas y de ciertos testigos es producto, entre otras cosas, de la sensación de que no van a ser escuchados o creídos. Para transformar esta descorazonadora percepción hay que superar algunos prejuicios e ideas previas que, desafortunadamente, siguen estando muy arraigados:
- Los actos de acoso no son tales sino más bien “bromas”, “cosas de chiquillos” en las que es mejor no interferir.
- La víctima ha hecho algo que justifica el trato recibido. Muy al contrario hay que afirmar categóricamente que nadie se merece ser objeto de malos tratos, y que pasar por alto o justificar cualquier agresión solo es una excusa para liberarse de la responsabilidad de intentar parar un hecho injusto.
- El maltrato forma parte del crecimiento y ayuda a aprender cómo afrontar cualquier otra adversidad. La realidad es bien distinta: la victimización transforma a los estudiantes acosados en personas desconfiadas, ansiosas, aisladas, hurañas, deprimidas y agresivas.
- La mejor manera de defenderse es devolver la agresión. Los adultos que piensan esto ignoran que actuar de la misma forma que el acosador refuerza la idea éticamente inaceptable de que la violencia es un medio válido para resolver los conflictos.
- El maltrato es cosa de chicos. Los estudios epidemiológicos demuestran que el acoso afecta a ambos sexos, y que tanto chicos como chicas pueden acosar y ser víctimas de acoso.
- Solo agreden los menores que tienen problemas familiares o que viven en barrios marginales. En contra de esa idea sesgada, las investigaciones más serias han demostrado que el maltrato puede darse en todos los centros y en todos los niveles socioeconómicos.
- Las víctimas son personas débiles. Tampoco esto se sustenta en ningún dato objetivo. Es más, se sabe que cualquier sujeto puede ser víctima de acoso en un momento dado, porque cualquier diferencia o discrepancia con el grupo convierte a una persona en objetivo de agresiones por parte del sector mayoritario.
- Cuando los menores se pelean más vale no meterse y mantenerse en una posición neutral. Ante situaciones de maltrato no puede haber posiciones neutrales. El espectador se convierte en cómplice desde el momento en que no actúa ni denuncia la situación.
- Para atajar el acoso hay que castigar a los menores que agreden. El castigo no debería ser la primera opción ante un caso de violencia en la escuela ni es la más eficaz.
- Solo la víctima necesita ayuda. Esta convicción demasiado parcial olvida que los agresores también precisan atención, ya que en muchos casos su problema es que únicamente conocen la violencia como forma de relacionarse con los otros y necesitan aprender otras formas de interacción moral y socialmente más enriquecedoras.
Ante la conjura de silencio estudiantil y de parte de la sociedad, la actitud vigilante del profesorado y de los padres resulta clave a la hora de destapar un proceso destructivo a medio y largo plazo. Desgraciadamente, no siempre se está en disposición de asumir esta vigilancia, puesto que, aunque parezca sorprendente, muchos de los adultos responsables de velar por la convivencia en el entorno tienden a negar la existencia o la relevancia del acoso. Así que, hagamos un exhaustivo examen de conciencia y renunciemos a lavarnos las manos ante un problema real, complejo, pero que no se puede seguir ignorando.
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