La mayor preocupación de una persona cuando planea tener descendencia se centra en cómo garantizar la buena salud tanto física como mental de ese futuro ser humano. El énfasis en lo biológico puede hacernos olvidar un aspecto fundamental para el desarrollo del futuro recién nacido y para el que no se contemplan intervenciones preventivas ni una capacitación previa de los padres. Me refiero al decisivo impacto sobre el equilibrio emocional y cognitivo de los vínculos precoces que se establecen entre el recién nacido y las figuras representativas desde los primeros momentos de la existencia.
Desde el mismo momento en que el nuevo individuo es alumbrado establece una búsqueda activa –mediante gestos, miradas, muecas, sonidos, llantos, sonrisas…– de una figura con la que establecer un lazo interpersonal –apego– que le proporcione seguridad y satisfaga sutiles necesidades más allá de las puramente nutricionales o de índole material. El bebé se enfrenta a la realidad extrauterina en condiciones muy precarias y el apego precoz (entre el nacimiento y los 2-3 años) a un adulto le ayuda a comprender los estímulos que llegan de su propio cuerpo y del exterior, a calmar ansiedades y sentimientos cuyo significado desconoce y que pierden su carácter amenazador cuando la proximidad, la sonrisa, la mirada o la palabra tranquilizadora de ese ser único acaban con el temor y la incertidumbre, y le permiten desarrollar con éxito estructuras mentales que, posteriormente, le hacen posible ir haciéndose cargo autónomamente de sus descubrimientos y experiencias emocionales. El carácter esencial de esta primera vinculación no es exclusivo de los seres humanos. Basta recordar la inolvidables imágenes de Konrad Lorenz seguido por una hilera de gansos que lo “adoptaron” como madre.
Cada relación entre un recién nacido y su principal figura de apego admite diversos escenarios que conducen a que el primero interiorice determinados esquemas acerca de cómo relacionarse con los demás y, por ende, consigo mismo. Estos patrones tienen la característica de estar profundamente arraigados y mantenerse con bastante persistencia a lo largo de la vida, influyendo posteriormente en: a) la forma de integrarse en la escuela y la posibilidad de ser capaz de incorporar aprendizajes, b) la elección de amigos y parejas sentimentales, c) la manera de percibirse uno mismo (con confianza o, por el contrario, autodespreciativamente) o, d) incluso en la elección de sustancias o conductas adictivas con las que cubrir vacíos afectivos muy profundos…
La presencia consistente de la figura de apego, atenta a las señales que emite el bebé y competente a la hora de traducirlas adecuadamente, transmite a este una sensación de seguridad y confianza que, como se ha demostrado en estudios recientes, tiene repercusión en el estímulo de su neurodesarrollo, concretamente favoreciendo la proliferación de conexiones interneuronales más numerosas y diversificadas, así como la correcta maduración de aquellas áreas cerebrales que permiten la integración de emociones, pensamiento y lenguaje.
No todas las interacciones se desarrollan armónicamente. La falta de pericia de ciertos progenitores, sus angustias y conflictos internos, la actitud negligente por falta de interés o el maltrato franco del menor, generan vínculos dominados bien por la indiferencia hacia las necesidades del hijo o hija (apego inseguro), bien por reacciones variables y carentes de consistencia (apego desorganizado). Estas actitudes parentales son interiorizadas por el polo más débil del binomio con diferentes actitudes. Así, mientras el apego seguro conduce al crecimiento de niñas y niños autónomos con buena capacidad para explorar sin temor su entorno, el inseguro en su variante evitativa induce la tendencia a alejarse del adulto, el apego inseguro en la vertiente ansiosa genera respuestas de temor intenso cuando el adulto de referencia se aleja y, finalmente, el apego desorganizado, que es el más problemático e insano, promueve relaciones ambivalentes que oscilan entre el recelo y la agitación en el reencuentro con la madre o adulto con relevancia equivalente.
He querido mostrar sintéticamente que las relaciones humanas que se experimentan en la vida influyen de tal manera sobre el futuro equilibrio de las personas que deberían constituir un aspecto prioritario en las políticas sanitarias de promoción del bienestar de la población. No quisiera acabar este reclamo sobre la importancia del “buen” afecto sobre la construcción de la personalidad sin resaltar que el valor sanador del apego no se cierra en los primeros años, sino que constituye un flujo continuo a lo largo de la vida (en la escuela, en la pareja, a través de las amistades profundas…) que puede ser vivificante y rehabilitador de carencias si es de suficiente intensidad y compromiso como para penetrar profundamente en la intimidad del otro.
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