No todos los ciudadanos actuales son conscientes de la importancia de desarrollar una visión de de sí mismos ecuánime y sólida que propicie su bienestar emocional. Sin embargo, anhelan alcanzar tal estado y emplean tiempo y dinero para equilibrar esa dimensión de su personalidad. Por otro lado, son muchos los factores que les presionan para aparentar o buscar ingenua y desesperadamente una autoimagen positiva a través de exposiciones reiteradas en los escaparates mediáticos que proporciona Internet, registrando hechos supuestamente felices o difundiendo sin pudor alguno acontecimientos íntimos de su existencia cotidiana, con lo que ello implica de autoengaño o de posibilidades de verse sometido a impredecibles y a veces crueles ataques de ese público que se asoma a foros, redes, chats…
Resulta peligroso confundir la vacuidad de esas “máscaras” públicas, el narcisismo o la simple desmesura social con el verdadero aprecio de la propia identidad, que más bien se relaciona con respetarse a sí mismo y tener autocontrol sobre el ámbito privado. Los cimientos de nuestro ser físico, mental o emocional se sustentan en autoprotegernos de aquello que nos puede dañar, bien cuando procede de injustificadas críticas externas, bien si se trata de flagelaciones que proceden de nosotros mismos por autodistorsiones dañinas en relación con nuestras fortalezas y vulnerabilidades.
Una de las garantías para lograr la deseada armonía interna radica en la sana autoestima que alude a la valoración de lo que somos, sentimos y hacemos. Se trata de un aspecto esencial para sentirnos bien, aceptar el cariño de los otros y ser capaces de amar con generosidad de acuerdo con principios éticos asumidos sin dogmatismos, pero con firmeza.
El “edificio” de la percepción propia inicia su construcción en edades tempranas y la escuela posee un notable protagonismo en su adecuada cimentación, compensando en ocasiones desventajas ocasionadas, por ejemplo, por malas experiencias familiares. Por eso, al valorar la situación de partida de su grupo-clase, los educadores deberían incluir, junto a elementos puramente conceptuales, procedimentales o actitudinales, la exploración del autoconcepto de su alumnado, pues la negativa percepción de uno mismo puede lastrar el aprendizaje tanto como las limitaciones intelectuales o los malos hábitos de estudio.
Un menor que llega al centro escolar arrastrando los comentarios descalificadores, las exigencias desproporcionadas o la sobreprotección excesiva del núcleo familiar puede fracasar estrepitosamente en su desempeño académico por el mero hecho de no sentirse capaz de asumir con autonomía los retos académicos y de índole afectivo-social que implica la incorporación a la comunidad escolar.
En la escuela se aportan ingredientes cruciales a la idea de sí mismo que están forjando los menores. Los comentarios (destructivos o valorativos) de los docentes, sus comportamientos (que son la principal fuente de aprendizaje de los estudiantes más que las manifestaciones verbales), sus actitudes (respetuosas, descalificadoras, indiferentes, sobreprotectoras…) son algunas de las cuestiones sobre las que cada profesional tendría que reflexionar minuciosamente para evitar daños –en principio no intencionados, pero no por ello menos relevantes– en la autoimagen de los futuros adultos.
Sin ese examen personal, el docente puede estar transmitiendo un currículo oculto que no se planifica ni evalúa, pero que deja más huella en sus discípulos que muchos de los distintos contenidos en la programación explicitada. Esa es desgraciadamente una constatación frecuente cuando se realiza la exploración biográfica de personas con problemas emocionales en la edad adulta: olvidaron los nombres de los ríos, los procedimientos matemáticos, los detalles de la Historia o de la Biología…, pero no la humillación vivida cuando un profesor o profesora, compañero o compañera, hizo una burla a partir de un error o de alguna característica personal considerada “risible”.
Ayudar a construir una sana percepción de uno mismo no consiste en adular sistemática o indiscriminadamente, ni en bajar los listones de la exigencia para evitar esfuerzos; tampoco supone alisar en exceso el camino del crecimiento para evitar decepciones. Aportar algo a la autoestima de las y los menores que llegan al aula pasa por contribuir a que miren sin vergüenza ni orgullo excesivo aquello que son y estimular el deseo de mejorar sin caer en el perfeccionismo obsesivo que bloquea la iniciativa y mina el estado de ánimo.
Una niña o un niño deberían aprender en la escuela a saber que ser valioso o querible no implica no tropezar, sino tener el impulso de levantarse y sobreponerse a las dificultades. El comentario crítico sincero por parte de quienes les educan, valorando lo conseguido y animando a superar aquello que se resiste o se ha hecho erróneamente, desarrollará el amor a los desafíos y dejará una huella más perdurable que el halago simplista ante los aciertos o la descalificación por los posibles errores.
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