En los próximos meses, muchos institutos bilingües de la Comunidad de Madrid o de cualquier otro territorio de España van a aplicar hasta cinco pruebas externas: las de competencia en inglés, la reválida o evaluación final, la prueba PISA y otras que tienen lugar en el centro o a las que se presenta el alumnado.
Salvo estas últimas –y no del todo– dichas evaluaciones se caracterizan porque ni el profesorado ni el resto de la comunidad educativa participan ni tienen conocimiento de ellas, por presentar errores en su planteamiento o elaboración en no pocas ocasiones, por estar privatizadas –con una desviación importante de recursos públicos– y por interferir negativamente en la organización del curso, sometiendo al alumnado a un estrés considerable y distrayéndole de lo importante: el aprendizaje.
Como denuncia CCOO, parecen más pensadas como “instrumentos de dominio y control de los centros y de legitimación de determinadas políticas educativas”, sin un impacto real en la mejora de las condiciones de los centros y en el fortalecimiento de políticas para mejorar la calidad de la educación.
La evaluación debe ser educativa, es decir con el fin de mejorar, de aprender. No es cuestión de medición, sino de identificar la calidad de lo que queremos evaluar. Debe ser el encuentro entre el profesorado y el alumnado con la intención de aprender uno del otro, aunque no han de aprender lo mismo ni de la misma forma, ni con la misma finalidad. Porque evaluar no es examinar.
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