¿Y si desparecieran los exámenes?

María Antonia Casanova | Universidad Camilo José Cela (Madrid)

En la primera edición de mi Manual de evaluación educativa (1995), ya planteé esta cuestión que, por desgracia, sigue tan vigente como entonces, pasados 23 años. Algunos docentes se hicieron eco de ella y aparecieron múltiples respuestas, creo que todas en sentido positivo. O casi todas, para hacer honor a la verdad.

¿Cómo funcionaría un centro educativo en el que no hubiera exámenes? ¿Podemos imaginarlo? El trabajo diario se realizaría pensando en aprender todo lo nuevo que se planteara en el aula, la finalidad de cualquier actividad sería despertar la curiosidad por el tema o el proyecto, investigar, buscar materiales, teorías, datos interesantes en los que encontrar respuestas, participar con los compañeros… En definitiva, disfrutar aprendiendo.

¿Es una utopía? No. Existen centros sin exámenes, que funcionan extraordinariamente bien y en los que su alumnado aprende más que en el resto. Sobre todo, aprende de verdad, en el sentido estricto de la palabra.

¿Se puede realizar este planteamiento sin vulnerar las normas legales de educación? Por supuesto. Cuando se está infringiendo la ley es cuando se realizan este tipo de pruebas y, además, constituyen el elemento exclusivo por el que un alumno es calificado. Desde el año 1970, el modelo de evaluación educativa en España (Ley General de Educación) es la evaluación continua, que no equivale a exámenes continuos, claro está. Y que se ha mantenido hasta ahora. Esto exige la utilización de variadas técnicas de recogida de datos y de instrumentos o registros en los cuales reflejar la información obtenida, de modo riguroso y sistemático, pero permanente, es decir, conseguida mediante la valoración de todas las actitudes observadas y las actividades llevadas a cabo por el alumnado en su día a día en las aulas.

Insisto: ¿Os imagináis lo que es educar sin tener la “Espada de Damocles” de los exámenes como meta de nuestro trabajo? El examen no es la finalidad de la educación. El objetivo es el aprendizaje por parte de todos y cada uno de nuestros alumnos. Y, en educación, eso se consigue mejor sin exámenes, además de que se promueven los valores que necesitamos en la sociedad (cooperación, trabajo en equipo, respeto y valoración de las diferencias…) e, igualmente, se fomenta esa pedagogía del esfuerzo, tan reclamada por determinados sectores, pero que suponen que solo se alcanza mediante la aplicación de múltiples exámenes, cuando la realidad es tozuda y nos pone de manifiesto que los resultados son contrarios a lo deseado.

Cuando el examen es la meta, alumnos y alumnas solo se preocupan de prepararlo en función del tipo de prueba que se les va a aplicar y de lo que va a “entrar” en ella. Consecuencia: se puede estudiar y memorizar durante los tres días antes del consabido examen, hacerlo relativamente bien, aprobar y olvidar lo “aprendido” falsamente, es decir, lo memorizado para ese momento.

La evaluación continua exige un trabajo diario y cuidadoso, pues todo lo que se hace se valora. No sirve trabajar cinco días al mes. Hay que esforzarse diariamente para formarse integralmente y aprender de verdad, disfrutar con este proceso y despertar la curiosidad para seguir avanzando, que es la base del conocimiento humano.

Otra consideración: Evaluar solo con un examen (es decir, una prueba escrita en un momento determinado) resulta totalmente injusto, pues es posible valorar todo lo aprendido por el estudiante (actitudes, valores, procedimientos, expresión oral…) y, es más, puede perjudicar el trabajo realizado durante meses por determinado alumnado que se bloquea ante una situación examinadora o precisa de condiciones especiales para responder, en esos tiempos establecidos, a lo que se le plantea. ¿Y si, dada la cultura de algunos centros, el profesorado necesita proponer ese examen para decidir la evaluación de su alumnado? Pues que piense que el dato del examen será solo uno más entre todos los que tenga recogidos a lo largo de los meses de trabajo, pero en ningún caso el único válido para aprobar o suspender a alguien.

Y otra cuestión más: Si se pregona que la educación inclusiva es nuestro modelo educativo “legal”, no parece muy coherente evaluar con una prueba igual para todos, respondida de la misma manera por todos y en un mismo plazo de tiempo. ¿No somos todos diferentes? Pues habrá que diversificar los modelos evaluativos, como ocurre naturalmente en la evaluación continua. Y voy más allá: un alumno con dificultades especiales o alguna discapacidad, que ha aprobado por evaluación continua todas las materias, ¿puede ser suspendido por un examen? ¿Para qué han servido, entonces, todas las evaluaciones anteriores? ¿Cómo ha evaluado ese profesor o cómo se está evaluando ahora con el examen? ¿Tan diferentes pueden ser los resultados? Habría que convenir en que se da una falta de objetividad clara en los resultados de ambos trayectos. Hay que resolver esa paradoja.

En las últimas jornadas y congresos en los que he participado, cuando se habla de las “adaptaciones” que precisa el alumnado con necesidades especiales en la escuela ordinaria, la primera que aparece es darle más tiempo para realizar los exámenes. ¡Qué fácil es eliminar esta necesidad de adaptación suprimiendo el examen! No hay que cambiar al niño, hay que cambiar el sistema. Creo que desaparecerían muchísimas dificultades de aprendizaje, simplemente quitando de la vida escolar el “no obligatorio” examen, pero tan devotamente seguido por tantos docentes.

Estoy en condiciones de asegurar, por experiencia propia, que los procesos educativos cambian radicalmente cuando desparecen los exámenes, no solo en las etapas obligatorias de escolarización, sino incluso en la Universidad.

¿Y si probamos a no examinar este final de curso? ¿Cambiamos la terminología y en vez de entrar en “época de exámenes”, entramos en época de reflexión sobre lo trabajado y conseguido a lo largo del año? Resulta esencial la innovación evaluadora para mejorar los sistemas educativos. Mientras la sociedad entera considere que la finalidad de los procesos de aprendizaje es conseguir el aprobado, no avanzaremos en absoluto. Invirtamos los términos (aquí el orden de factores sí altera el producto) y consigamos la calidad de la educación que desemboque, naturalmente, en ese aprobado deseado. Mejor aún: en ese sobresaliente necesario.

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