Dicen que toda acción genera su reacción, pero en el caso de la búsqueda de la felicidad esta ley parecería absurda; sin embargo, así está sucediendo. Estamos acostumbrados a la prédica meliflua y a la vez hasta agresiva de que debemos ser felices, de que si analizamos bien la realidad nos damos cuenta de que lo somos. En verdad todo va en relación con nuestras expectativas e, incluso, con nuestra manera de compararnos con los demás. Si alguien se queja de que su pareja ha tenido una aventura, en seguida le pueden contestar que eso no es nada, que hay mujeres cuyo marido le es infiel desde el día de su casamiento. Esto se parece al despliegue lingüístico seudofiable que las sociedades hipócritas hacen con respecto a las personas con alguna discapacidad, a las cuales ahora se califica como hombres o mujeres con capacidades diferentes o con diversidad funcional y, a regañadientes y para entendernos adecuadamente, se acepta aunque con miedo de molestar que quien no oye es sordo o que quien no ve es ciego; los enfermos se denominan pacientes o clientes y, mezclando situaciones, los okupas se proclaman neopropietarios con derechos superiores o los propios dueños de sus viviendas.
Las editoriales se han forrado con los libros de autoayuda –y los de dietas milagrosas– de todo tipo: seudocompinches, seudocientíficos, seudorreligiosos, seudomédicos, seudopsicológicos, etc. Ni la falta de salud, los problemas familiares, laborales, etc., son suficientes razones para que estemos deprimidos, malhumorados, angustiados. Fuera pesares, ansiedad y temor a afrontar las dificultades –nunca desgracias–, recordemos que nada es definitivo –mentira– y, en todo caso, que Dios proveerá.
Hace unas semanas hasta tener cáncer era culpa del sujeto, de sus pensamientos negativos, de sus rencores, de su incomprensión o inoperancia. Hasta esa calamidad podría mejorarse con técnicas de concentración o relajación, visualizando el éxito, aportando buenas vibraciones, consumiendo alimentos sanos, corrigiendo errores de convivencia, rezando o consumiendo remedios naturales. Tanto se ha impuesto esta moda de «estar feliz» que da vergüenza decir lo contrario. El deber de ser feliz pesa como un mandamiento difícil de cumplir; sin embargo, en muchas circunstancias la tristeza nos invade, la rabia nos domina o el rechazo se hace más fuerte que la amabilidad. La sociedad que nos rodea resulta difícil y hasta confusa con sus cambios de valores, falsedades, exigencias, nosotros mismos cargamos con dudas existenciales, heridas acumuladas y desafíos complejos, por eso ser feliz, o al menos vivir armónicamente, requiere conseguir un acuerdo entre el yo y el mundo, algo que no resulta nada fácil, pues es imprescindible establecer nexos funcionales entre las aspiraciones personales y las posibilidades del medio. Y esta síntesis no creo que nos la regale ningún libro superficial y por lo común con fines comerciales.
Bueno, qué le vas a hacer si no tienes aún un gran amor, si no eres guapo, famoso ni rico, si no te valoran especialmente en tu trabajo, el cual además no te gusta e, incluso, para colmo, tu físico no es espectacular, ni siquiera estás en la media de los considerados atractivos. Racionalmente, deberías renunciar a encontrar la superguía que te enseñe la senda mágica de la autorrealización, de la satisfacción personal. Si analizamos diferentes orientaciones o consejos comprobaremos que, en muchos casos, son contradictorios, siempre generalistas, es decir, que supuestamente valen para cualquiera en todas las circunstancias, edades, situaciones. En fin, te dicen tenga cuidado, pero arriesgue; mas, ¿cómo, cuándo, dónde, cuánto?
Amigos y amigas, tener todo bajo control es imposible. La incertidumbre es parte de la vida del cuerpo, de la mente, de las relaciones, los afanes laborales o profesionales, las elecciones culturales, las opciones políticas, los intríngulis familiares…, por eso, en algunos momentos se tiene ansiedad, se siente frustración, inquietud, dudas, mas también alegrías, placer, serenidad. Nuestra sociedad se basa en un modelo competitivo que nosotros asumimos; por ello, para funcionar se requieren compromisos mutuos, negociaciones, alianzas y los ciudadanos somos individualistas, defensores a ultranza de nuestro yo, por eso, a veces, nos sentimos airados, desatendidos, rechazados en casa, la oficina o la tienda de la esquina, la ciudad, el país…
Esta tónica hace que en el hogar, en el colegio y hasta en los hospitales, los niños tengan que sobrevivir en un edén prefabricado de sueños edulcorados donde nada les altere; si lloran, en seguida se les calma; si quieren algo, se les da; si no les gustan los deberes, se les quitan; las tareas domésticas ni las huelen, los juguetes les aburren por excesivos y, entonces, se les tranquiliza, adormila, estupidiza con videoconsolas, teléfonos inteligentes, etc.; en sus cuartos se les colocan televisores, ordenadores, etc., sin ningún tipo de límites de uso. Luego, sin embargo, nos extraña que sean tiranos, vagos, hiperactivos, poco sociables, irresponsables y demás características de nuestro tiempo feliz. No obstante, todo lo difícil de superar ofrece la posibilidad de crecer, de fortalecerse, cuando en lugar de huir o evadirnos luchamos para seguir nuestro camino sin buscar atajos o apoyos generadores de dependencia, por lo común debilitadores. Somos seres en proceso, inmóviles o estancados, vamos a menos. Sin pruebas que superar, jamás mejoraremos.
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