No suelo ver mucho la televisión. No tengo demasiado tiempo libre y reconozco que prefiero leer. Aun así, siempre hay momentos en los que estoy tan cansada que me tiro en el sofá para holgazanear y… enciendo la televisión. Y me sorprende la abundancia de programas –creo que los hay en cualquier cadena– en los que se compite con otras personas para ganar dinero –o lo que sea– y que, en mi opinión, son de un gusto bastante dudoso.
No me refiero a los concursos clásicos en los que se ponen a prueba conocimientos o capacidades. Esas son competiciones moderadas en las que incluso las personas espectadoras pueden comprobar sus competencias desde sus casas, intentando resolver los retos planteados a los concursantes. En estos programas se puede incluso aprender de una manera lúdica sobre diferentes temas. Y aunque sean propuestas de simple entretenimiento, por tratarse de retos con pruebas de habilidad o más jocosas, estos concursos pueden ayudar a pasar un rato ameno.
A los concursos a los que me refiero son a aquellos en los que la competición tiene una componente importante de humillación hacia las personas que participan. Desde los programas de aventura en los que se hace sufrir casi hasta el maltrato físico a los concursantes, hasta los de cocina en los que se degrada a los futuros chefs de manera cruel, hay una gama de temáticas y dinámicas bastante variadas y, en mi opinión, muy rastreras.
No concibo el motivo, de verdad, es que no lo puedo comprender. No entiendo la razón de que humillar a una persona sea divertido. Sorprendentemente, son programas con grandes audiencias. Por supuesto, si no lo fueran, desaparecerían de antena. Y da miedo. Da miedo tanto la imaginación de los guionistas que programan semejantes desatinos, como la aceptación por parte de los televidentes de estos planteamientos tan hirientes.
El diseño es siempre parecido: la persona que participa en estos concursos hace lo que le piden –da lo mismo lo que le pidan, lo hace o lo intenta hacer– y, en la mayoría de los casos, un jurado se encarga de menospreciarle e insultarle tras haber finalizado la prueba. Si hay suerte, uno de los miembros de ese tribunal de expertos suaviza un poco la situación. Y la gente se ríe, mucha gente lo hace, porque parece que eso tiene gracia.
Muchas personas jóvenes consumen televisión, y muchas siguen este tipo de programas. Y después llega la vida real, en la que intentamos educar a niñas y niños en valores, incentivando su capacidad crítica, enseñándoles a razonar, transmitiéndoles cultura, hablándoles de la importancia del esfuerzo, mostrándoles comportamientos éticos. ¿Cómo encaja toda esta basura televisiva con una buena educación para las personas más jóvenes y manipulables? Los medios públicos –creo que también los privados, pero ese es otro tema– tendrían que cuidar sus contenidos y proporcionar una programación de calidad, formativa, crítica y valiente. La lucha por las audiencias no debería dirigir las decisiones sobre los programas a emitir.
Los mensajes que recibimos desde diferentes medios moldean nuestra manera de ver la vida, nuestra manera de actuar, nuestra manera de comportarnos con otras personas. Las niñas y niños, las y los jóvenes, son muy vulnerables. Estas propuestas de hipotético entretenimiento o de supuesta honesta competición, pueden llevarles a creer que es la manera en la que se debe actuar en nuestro día a día. ¿Cómo sorprendernos después ante situaciones de acoso, de humillación y de violencia entre jóvenes?
Deberíamos ser mucho más exigentes con lo que consumimos y demandamos. Nada es inocuo, no lo olvidemos. No se pueden aceptar como normales comportamientos lacerantes, aunque sean en programas aparentemente inofensivos. ¿En qué tipo de sociedad queremos vivir? Quizás alguien piense que exagero, que no es tan grave, que solo es entretenimiento. Sinceramente no lo creo. Quizás sea solo una moda y pase… ¡Ojalá!
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