Hoy en día, la mayoría de las mujeres trabajan fuera de casa. Eso hace que ellas tengan las mismas tentaciones (o al menos parecidas) que las de sus compañeros los hombres, y eso incluye que se hayan disparado las separaciones y divorcios, así como también el maltrato de género, pues según Esade, un 70% de las empresarias se han separado de sus parejas y pareciera que una de las razones fundamentales es que los horarios de ambos dificultan conciliar el tiempo común. Sin embargo, también se habla de lo complejo que resulta superar la competitividad entre uno y otro. Cada cual no solo quiere ser más exitoso que el otro, sino también parecerlo, ostentando el título de líder familiar.
Esta contienda soterrada, o a las claras, obviamente no existía hace unos años, pues ellos no competían en ofrecer el mejor desayuno ni el más radiante lavado de sábanas, ni ellas en destacar especialmente como directoras de nada ni altas ejecutivas de algo. Él era quien ganaba el sustento de prole y cónyuge, obtenía reconocimientos profesionales y/o prestigio social. A su lado, ella tenía un trabajillo de segunda o tercera clase sin pretensiones de ningún tipo, salvo el recuerdito del niño de Primaria, la felicitación circunstancial del jefe de la agencia bancaria o el agradecimiento de alguna paciente a su enfermera…, todo esto de poca entidad y exigencia si se compara con llevar adelante una casa, comprar y hacer la comida, atender a los hijos y al marido, ocuparse de los abuelos, asistir a las reuniones de “padres”, llevar a cada miembro del grupo al médico cuando resultaba necesario, cuidarse ella misma para que él no la contemple cansada, harta, ajada y sin ganas de acompañarlo a fiesta alguna.
Ahora, sin embargo, sin modelos previos, la incorporación de la mujer a todos o casi todos los terrenos se ha puesto en marcha. Según la Organización Internacional del Trabajo, aunque las españolas ganan un 19,3% menos que los españoles, porcentaje que se convierte en un 13% menos a nivel mundial, la entrada de la mujer en este mundo se considera imparable, así como que el coto cerrado del mercado laboral en todos los niveles ya no les pertenece exclusivamente a los varones, lo que requiere, y esto sí que va lento, la incorporación de ellos al ámbito doméstico.
Esta situación acarrea, al menos para la percepción del hombre, la idea de que pierde poder y, desde luego, dominio, ya que ellas se hacen autosuficientes económicamente y eso les permite moverse y actuar con más libertad, incluso en las relaciones como esposa y madre. Algo que exige plasticidad en los roles tradicionales, situación no siempre aceptada por los hombres. Ello genera discusiones en el hogar, cuando no llantos y peleas virulentas delante de los hijos, que no entienden las razones de sus riñas por cuestiones que les parecen obvias y por aquellas en que les pretenden educar en la escuela para asumir el trabajo colaborativo, la equidad de género, el debate responsable sobre asuntos conflictivos, el respaldo a la autoestima y creatividad de cada uno…, y que ven a sus progenitores descalificarse, insultarse y hasta espiándose el móvil o pasando días sin hablarse.
Nada o muy poco puede hacer la escuela contra estos ejemplos antieducativos, afectivamente demoledores, que alejan a los chavales de los suyos y los sumergen en la ansiedad y la pesadumbre que, en cada vez más casos, desemboca en el distanciamiento de niños o adolescentes y la separación de los adultos. En estos casos, los padres podrán volver a reorganizar sus vidas con otras parejas, pero los muchachos nunca más convivirán a la vez con los dos juntos. Dura prueba en la que los hijos no han tenido arte ni parte.
La envidia, los celos, la competitividad es algo más o menos controlado en los seres humanos equilibrados; pero, cuando se desata de manera compulsiva, hace daño a todos: amigos, abuelos, tíos, cuñados, pues, por lo general, los involucrados buscan aliados o personas que los apoyen y ayuden a enfrentar los malos momentos. La otra realidad lamentable es que a veces esos sentimientos no implican que no haya amor, sino que este se ha deteriorado y que tal vez con un terapeuta podría encauzarse la relación si fueran conscientes de ello y capaces de pedir consejo.
Mas los hijos nunca serán los mismos, la experiencia les ha hecho perder la inocencia y ahora deben defenderse del dolor y, en algunos casos, de la rabia o el rencor considerando negativamente que cada uno tiene que ocuparse de sí mismo, defender sus intereses y tratar de alcanzar sus metas sin tener en cuenta a los demás. Que los miembros de la familia cooperen entre ellos, que lo que disgusta se hable y se busquen soluciones, que la pareja se base en la ayuda mutua y el afecto, y que como padres no se olviden de que su conducta puede ser el modelo que sus hijos aprendan para imitar en su vida de adultos, resulta fundamental. La autoestima de los adultos es imprescindible, pero también lo es que sus descendientes sean felices y para ello tienen que aprender a ser empáticos, solidarios, sin guerrillas de egos ni de géneros, valorando en su justa medida al éxito, el dinero, el amor, las relaciones humanas. Quizá esta sea la actividad extraescolar más importante de sus vidas.
La educación emocional y los valores se aprenden básicamente en casa, donde inicialmente resulta más fácil no pretender vencer, cuyo sinónimo desde el otro lado es derrotar al contrario, lo cual nunca es positivo. Apoyar a los demás nos ayuda a crecer, mejora nuestra convivencia, proyectos y, según los últimos descubrimientos, nuestra salud. La vida íntima de los padres debe guardarse en el ámbito privado de la pareja, pero en el contexto familiar conviene recordar que todo logro es colectivo y lo más adecuado para ser alguien es respetar a los otros. Lo demás, antes o después, conduce al desastre.
La escuela sola no puede formar contra las propagadas conductas indeseables de algunos políticos, los nefastos programas televisivos, la casuística de las redes sociales y las inmadureces matrimoniales, por eso el buen ejemplo de los padres, sin fingimientos, pero también sin manifestaciones especialmente beligerantes, resulta irrenunciable. Los niños no pueden ni deben vivir en un hogar en guerra. Y no olviden nunca que son sus hijos, no los hijos de los maestros y ni siquiera de los abuelos.
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