Sociedad no modélica, educación fallida

María Victoria Reyzábal | Especialista en Lengua y Literatura

Vivimos en una sociedad vertiginosa y contradictoria, con leyes que protegen la intimidad y personas que no solo muestran sus cuerpos al desnudo, quizá no tengan otra cosa, sino sus vidas y las de los suyos como si fueran piezas de muestrario o cuadernos de pedagogía anatómica o narcisista. Existen las mansiones cerradas y con residentes ocultos, pero también las edificaciones abiertas, con grandes ventanales por los que los vecinos pueden observar el día a día de sus habitantes; en fin, lo llaman arquitectura de cristal donde la privacidad es un defecto, como en el caso de esas oficinas kilométricas sin ninguna separación, en las que cada cual escucha las treinta conversaciones telefónicas de los otros o las confidencias de cada cliente en persona. Ni lo que se dice ni lo que se muestra parece importarle a todos igual. Quizá la sensación de apesadumbrada soledad hace que muchos miren hacia el exterior, no solo en su hogar, que curioseen en el día a día de sus amigos o conocidos, que se alimenten de los programas de radio o de televisión con estos contenidos…

Este exhibicionismo, en mucho ofrecido por las redes sociales, marca un evidente reajuste de lo que hasta ahora se llamaba pudor. Pero no solo las nuevas tecnologías abren estos escaparates; también lo hacen los periódicos, las revistas y otros medios, al comprar exclusivas en las que los elegidos venden su “ser y estar” por dinero, a cambio de distintos contratos u otros fines, o simplemente por salir en la foto. Ya hasta los niños publicitan su ropita o sus supuestos juguetes para satisfacer el ansia de visibilidad y obtención de dinero de sus mayores y, por qué no, el de ellos mismos. De manera que el que no tiene una casa transparente o empeño de parecerlo, resulta sospechoso de ocultar algo. Sin embargo, lo otro es una comparecencia fácil de gente que necesita llamar la atención de los demás porque a sí misma no tiene nada que decirse ni que mostrarse, de manera que llena de selfies los móviles de sus pseudoamigos. En esta embarcación que navegamos ahora, la discreción es un remilgo poco entendido y nada valorado.

Si estas conductas las asumen personas mayores, allá ellas. Pero el problema puede llegar a ser grave cuando son los y las adolescentes quienes caen en la trampa de este mercadeo económico o mental e, incluso, afectivo. Quién o quiénes están al otro lado de las redes y hasta dónde alcanza lo que se cuelga en esas perchas deja de ser dominio del que lo sube y, aunque se crea que solo va a una persona y tengamos confianza en ella, nunca se sabe qué puede hacerse con esas fotos o mensajes personales. Por la falta de experiencia, niños y jóvenes caen muchas veces en la tentación de querer mostrarse en demasía. Son los modelos que les aporta nuestra desinhibida sociedad que fabrica maniquíes de carne y hueso para, en muchos casos, luego destriparlos. Que madres y padres sensatos estén al tanto y, junto con el profesorado, les enseñen a respetarse a sí mismos, puede evitar muchos desengaños e, incluso, dramas posteriores.

Esta sociedad, en bastantes aspectos irresponsable, cada vez que surge un problema quiere que lo resuelva la escuela; así las drogadicciones varias, los accidentes de tráfico, la sexualidad precoz y sin seguridad, los malos hábitos alimenticios, la falta de urbanidad, el acoso, el machismo, la falta de sentido crítico… Pero, ¿qué pueden hacer los profesores a quienes sus estudiantes les llegan ya con hábitos adquiridos no siempre ejemplares? Muchos aparecen sin desayunar y no siempre por falta de medios, en su casa casi todas las tareas domésticas las asume su madre, alguien a quien no le queda tiempo ni para pensar en ella ni para ocuparse de sus hijos, estos oyen a sus progenitores descalificarse constantemente y hasta insultarse, hablar mal de los amigos, mentir descaradamente, recriminarse conductas sexuales, tomar exceso de pastillas por su cuenta, no mostrar ningún cuidado ecológico con las basuras, importarle de la escuela solo las calificaciones, menospreciar a hermanos y padres, carecer de puntualidad, hablar por teléfono mientras conducen, abstraerse en el móvil mientras comen o cenan, y perderse por las redes contando cuestiones personales… No es que cada uno de ellos lleve a cabo todas estas cosas, pero los chicos y adolescentes también hablan entre sí de estos y otros asuntos, como de la carencia de ética de los políticos, los abogados, los empresarios y nada de lo que les rodea les invita a ser honrados y exigentes en sus tareas, por eso adquieren más las conductas que ven que las que les predican en la escuela, donde además están mucho menos tiempo.

Por otra parte, todos estos agujeros educativos se refuerzan con ciertos programas televisivos, vídeos en Twitter y demás posibilidades no siempre modélicas que aporta la calle, las pandillas, el cine… Y aún nos parece raro que algunos jóvenes se pierdan por los tentadores laberintos de lo desconocido, conducidos por la ansiedad de contar con alguien y el deseo de demostrar que existen a cualquier precio.

Solo un esfuerzo común familia-escuela-sociedad puede garantizar que las generaciones futuras sepan quiénes son, tengan valores y criterio para elegir su camino y sean capaces de esforzarse para conseguirlo. El resto, en buena medida, es esperar milagros o confiar demasiado en la acertada predisposición de la juventud.

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