En estos últimos años, se comprueba la exigencia hacia los docentes, desde la Administración y desde los equipos directivos de los centros, de numerosas tareas relacionadas con la planificación escrita del trabajo que van a realizar en el curso o ciclo actual e, incluso, del que se prevé llevar a cabo en un medio o largo plazo. Las Ciencias de la Educación avanzan significativamente y las demandas de la sociedad también, lo que exige plasmar de modo sistemático las intenciones, las metas que se pretenden alcanzar con el alumnado, de modo que se consiga un máximo de eficacia y eficiencia en el trabajo y, además, una mejora continuada de la calidad educativa que cada institución ofrece. El disponer por escrito de esta documentación facilitará, supuestamente, tanto el transcurrir por el camino adecuado durante los procesos de enseñanza y de aprendizaje, como su evaluación y la de sus resultados finales. Así debería ser.
No obstante, cuando este trabajo se convierte en una rutina inútil, hecho sin convicción y con el único fin de entregar “el papel” solicitado a la Administración o a los directivos de un centro, ciertamente sirve para poco, es decir, para perder un tiempo valioso que podría utilizarse en actuaciones más interesantes y productivas para la educación.
De estas situaciones, nace una disyuntiva que se plantea a veces entre los docentes y que trasciende al debate social. Se piensa, por una parte, que no hay buen docente si este no tiene una vocación clara hacia el desempeño de la enseñanza. Frente a esta posición, se defiende que lo más importante es que ese docente tenga una buena formación inicial y permanente de carácter técnico-pedagógico, que le permita desarrollar su función con máxima competencia, al margen de su mayor o menor vocación.
En los extremos nunca suele estar la razón absoluta, como ocurre en este y otros aspectos de la vida y la profesión de las personas. Pero ambos tienen algo de acertado.
Hay que reconocer que, como antes decía, la sociedad avanza con rapidez y sin pausa en conocimientos y tecnología (por resumir), en todos los campos, es más compleja y cambiante, lo cual requiere de personas bien formadas para poder seguir aprendiendo a lo largo de su vida, sin quedar rezagadas por falta de competencia en saber aprender de modo autónomo y en distintas circunstancias. Esto supone que “toda la población” debe poseer esta competencia que, como sabemos, se adquiere mediante el desarrollo de las capacidades personales a través del estudio y la práctica y, en síntesis, de una educación integral que favorezca la comprensión del mundo y de sí mismo, promoviendo las relaciones comunitarias y el equilibrio emocional imprescindible para convivir en la diversidad actual. He entrecomillado “toda la población”, porque no hace tanto tiempo el alumnado que cursaba la educación obligatoria no abarcaba al de 6-16 años, sino, en el mejor de los casos, al de 6-12. Y tampoco a todo. El planteamiento actual exige un número de profesorado que es imposible conseguir solo seleccionando al “vocacional” (no hay suficiente), sino que hay que garantizar una formación profesional profunda y rigurosa del magisterio en general, que le capacite para ejercer sus funciones con éxito, partiendo de los amplios conocimientos que ahora poseemos de psicología, pedagogía, neurociencia, didáctica, tecnologías…, y un largo etcétera relacionado con las diferentes ciencias que intervienen en la educación. Así se puede atender al conjunto de la población actual con garantías de alcanzar la educación deseada para todos, aunque no todo ese profesorado posea la vocación inicial deseable.
Por otra parte, si disponemos de conocimientos suficientes que nos permiten organizar los procesos de aprendizaje con rigor, mejor hacerlo así para fundamentar la atención a la numerosa y diversa población que tenemos, garantizando la calidad educativa de toda ella. Esto parece difícil de conseguir solo (y en todo momento) a base de vocación, hay que reconocerlo. Será más fiable establecer un modelo educativo en el que se valore tanto la vocación como la profesionalidad de sus educadores.
La vocación facilita la tarea, porque gusta, porque gratifica de forma inmediata, porque se disfruta en el tiempo de trabajo. Pero esa ventaja no obsta para que esta se realice con profesionalidad, con rigor, con seriedad. Y para eso siempre hay que promover profesionales bien formados. Y ojalá que, además, todos tengan vocación de enseñar.
Planificar, programar, innovar, evaluar…, deben ser acciones habituales de los docentes, pero no entendidas como burocracia inútil, sino como fundamento de una actuación asentada en principios científico-pedagógicos que avalen con cierta seguridad el aprendizaje del conjunto del alumnado. De lo contrario, no tendrían sentido. Pero llevar a cabo estos procesos, junto con el equipo de profesorado del centro –y también con las familias–, no implica que no se disfrute con el trabajo, puesto que es la base para llegar a los resultados previstos y, por lo tanto, también componentes importantes de la vocación educadora.
Todo es más fácil y seguro cuando disponemos de una guía que nos vaya indicando el camino y que haga saltar las alarmas cuando nos salimos de él con riesgo de descarrilar. No soy partidaria de “encorsetar” tanto las programaciones como para impedir que cada docente se mueva con soltura y naturalidad en su relación con el alumnado y en su particular forma de enseñar, pero sí de marcar unas pautas claras que garanticen la coherencia en la relación del profesorado con un mismo grupo de estudiantes, para avalar un aprendizaje excelente. No se puede improvisar a todas horas: se perderían múltiples oportunidades de aplicar los mejores recursos, cosa que hay que evitar siempre que de nuestras acciones derivan repercusiones en el presente y porvenir de otras personas, tan sensibles, en este caso, como lo son niños, niñas y jóvenes.
Evidentemente, hay que reivindicar la vocación para disfrutar en el trabajo y obtener óptimos resultados. Comunicación y emoción van de la mano y “producen” educación. Pero sin profesionalidad, en estos tiempos, no se conseguirá garantizar la atención apropiada a toda la población con la calidad educativa deseada.
¡Así es, la vocación es como el corazón de la educación , implica un sentir agradable, un gozo; pero la profesionalización es la razón, el juicio y conocimiento claro, de cómo ejercer la docencia asegurando el aprendizaje de nuestros alumnos y su óptima formación!
Todo es necesario para ser un buen educador y un buen profesional. Saludos, Liz.
La docencia es una profesión que debería de ser ejercida por personas con compromiso y dispuestas a servir. Esto implica ir más allá de lo laboral es trascender lo rutinario y crear las condiciones para favorecer la formación de personas que van a integrarse a una sociedad que requiere de cambios para mejorar.
Totalmente de acuerdo, María.
Saludos.