El instinto de supervivencia supone uno de los motores básicos de la conducta humana. Por ello, la decisión de finalizar voluntariamente la vida se ha convertido en auténtico tabú, mucho más cuando se trata de hablar del suicidio en la infancia y la adolescencia. Sin embargo, si no queremos cometer errores y negligencias graves en la protección de nuestros menores, hemos de ser claros y persistentes al poner de manifiesto que las ideas de muerte, las tentativas suicidas y los suicidios consumados no solo existen en estas etapas, sino que han aumentado su frecuencia y la precocidad con la que aparecen.
¿En qué medida lo han hecho? Desafortunadamente sabemos muy poco sobre ese aspecto. Apenas se han realizado estudios serios sobre la materia, laguna en la que influye la dificultad del empeño (por ejemplo, muchos suicidios infantiles remedan accidentes domésticos o de tráfico, y no se computan como tales) y la tendencia a no querer ahondar en una cuestión inquietante. Ante la escasez de datos contrastados, solo me referiré a una investigación llevada a cabo en Suiza en 2004, la cual concluía que –de una muestra de menores entre 11 y 15 años– el 8% de las niñas y el 3% de los niños admitieron haber intentado suicidarse al menos en una ocasión. En contra de lo que indican estas cifras, aunque las chicas intentan con mayor frecuencia quitarse la vida, son ellos los que más frecuentemente lo consiguen, por lo que en los índices de suicidios consumados predominan los chicos.
En las últimas décadas, el fin de la infancia y el comienzo de la adolescencia se han convertido en períodos complicados que implican afrontar profundos cambios y desafíos: modificaciones hormonales cada vez más precoces, asunción de mayores responsabilidades escolares y establecimiento de relaciones personales complejas (marcadas entre otros condicionantes por el obstáculo de la distancia y la complejidad que añaden las redes sociales u otros canales digitales de comunicación, la exigencia de determinados cánones estéticos y en general de lograr la notoriedad en el grupo social…). Semejantes presiones suponen, para un creciente sector del alumnado, un reto difícil de afrontar con equilibrio y un riesgo de que su bienestar psíquico se quiebre con la aparición de alteraciones emocionales más o menos severas acompañadas de pensamientos negativos que pueden minar la confianza en poder continuar exitosamente con su aún poco definido proyecto vital.
Hablar de un único elemento precipitante de la ideación o las tentativas suicidas resultaría simplista. Existe cierto consenso en que los elementos que fomentan la gestación de impulsos autoagresivos son variados y que no siempre existe un solo hecho determinante (el divorcio de los padres, los cambios de vivienda y rutina que de esa ruptura se derivan, la existencia de una situación de acoso…) que empuje a un menor a suicidarse.
Los factores más frecuentemente señalados son los trastornos psicológicos (depresión, ansiedad, alteraciones de conducta, descontroles impulsivos…) y ciertos comportamientos tóxicos como el abuso de alcohol o drogas. Conjuntamente, el entorno familiar juega un importante papel si no logra brindar a niños y niñas una atmósfera suficientemente segura a lo largo de su crecimiento. El abandono, la negligencia, el abuso sexual, el maltrato físico y/o psicológico, el acoso escolar (posiblemente una de las experiencias más lesivas) e incluso el desarraigo cultural pueden fomentar tendencias suicidas. En general, el aislamiento social o afectivo es una importante causa de suicidio.
Conviene no olvidar el nefasto influjo que desempeña el abuso de ciertos juegos, algunos de los cuales (la ballena azul o Momo son los exponentes más difundidos) inducen peligrosamente a las autolesiones, convirtiéndolas en un “reto” más de una perversa competición en la que el premio ha sido en muchos casos la muerte.
El suicidio nunca es una elección, sino una forma de poner final a un intenso sufrimiento, a veces una desesperada petición de ayuda, cuyos indicios no deben ser pasados por alto en la escuela o en la familia:
- Trastornos del sueño (tanto insomnio como somnolencia excesiva).
- Pérdida del apetito y/o peso.
- Aislamiento.
- Disminución del interés en las actividades preferidas.
- Reacciones de irritabilidad y/o agresividad física.
- Abuso de alcohol o drogas.
- Despreocupación por la apariencia o la higiene.
- Actitudes y conductas imprudentes potencialmente lesivas.
- Manifestación, más o menos explícita, de pérdida de interés en la vida o expresión de deseos acerca de la muerte.
- Envío a través de Internet de mensajes preocupantes por su pesimismo y falta de esperanza.
- Ausencias a la escuela.
- Disminución del rendimiento académico o asunción de conductas no habituales.
- Dificultad para concentrarse.
- Pérdida de confianza y aparición de pensamientos negativos en torno a las cualidades y logros personales.
Por eso, cuando se perciba algún signo sugerente de riesgo, tanto los docentes como la familia deberían prestar un especial apoyo al menor. En ningún caso la opción es poner en duda o ignorar sus muestras de sufrimiento.
Dada la complejidad de la situación, ante cualquier alarma el entorno docente debe:
- Comunicarse inmediatamente con los padres.
- Coordinarse con ellos.
- Intercambiar información entre los miembros del equipo u otro personal del centro.
- Recurrir al consejo especializado de profesionales de la salud mental.
En la medida que no se trata de una experiencia puntual, sino que puede afectar a muchos estudiantes, no sería excesivo plantearse actividades formativas para el personal docente encaminadas a incorporar herramientas que ayuden a detectar y actuar ante estas realidades y, más aun, prevenirlas, en la medida que se cree un ambiente escolar que promueva el bienestar emocional de toda la comunidad académica: tanto alumnado como personal docente.
Y acaso por ser adulto si hay una salida a todo esto???