En la sociedad contemporánea, los estallidos de violencia se han convertido en parte integrante de la vida cotidiana. El fenómeno abarca desde la pérdida de la cortesía básica que debería regular las interacciones personales hasta el funcionamiento irrespetuoso de las relaciones de pareja, en la vinculación entre padres e hijos, en las interacciones laborales… Los medios de comunicación no hacen sino abonar el terreno para que estas disfuncionales formas de relación se extiendan y normalicen.
La escuela no es una excepción en esta tendencia. El ambiente de los centros educativos dista en la actualidad de ser un entorno tranquilo y respetuoso, circunstancia que obstaculiza los procesos de enseñanza y aprendizaje y el adecuado desarrollo personal de los estudiantes que interaccionan en las aulas, los patios, comedores y otros escenarios académicos.
Los focos de conflicto que pueden detectarse dentro de los márgenes de las instituciones dedicadas a la enseñanza son múltiples: tensiones entre profesorado y discentes, enfrentamientos más broncos que el simple desacuerdo de posturas en el seno del claustro docente, disensiones mal canalizadas que bloquean una fluida relación entre enseñantes y familias, faltas de disciplina que pueden concretarse en vandalismo dirigido hacia objetos, instalaciones o en agresiones al personal docente por parte del alumnado o de bandas más o menos estructuradas, actos agresivos que incriminan a estudiantes…
La asociación entre violencia y escuela resulta tan frecuente en ciertos países que algunos autores llegan a considerar los centros docentes como ámbitos que, por su propia concepción y funcionamiento, no son propicios para la convivencia pacífica e implican no pocos peligros para la integridad de sus miembros. Alguno de ellos ha sistematizado hasta siete niveles de riesgo que comprometen la seguridad de quienes conforman la comunidad escolar:
- Amenazas a la vida, apartado en el que incluyen aspectos como la inexistencia de adecuados planes de evacuación y emergencia, la confluencia de factores amenazantes en el entorno próximo (tráfico automovilístico excesivo, núcleos de delincuencia no controlados…).
- Fuentes potenciales de daño físico, que incluirían la falta de orden o seguridad en la institución, ausencia de autoridad en el profesorado, el estallido de conflictos y peleas frecuentes, una dinámica de grupos fragmentada y tendente al enfrentamiento, etc.
- Amenazas personales y sociales, que incluyen el maltrato entre compañeros, el acoso sexual por parte de algún adulto u otro estudiantes o reglas de disciplina poco definidas o inconsistentes.
- Posibilidad de aislamiento o rechazo de algunos integrantes del colectivo (inmigrantes, estudiantes con discapacidad, mujeres, etc.), lo que implica una inefectiva respuesta a la diversidad del alumnado, la no adecuada aplicación de la tutorización, la deficiente participación e implicación de los estudiantes o sus familias en el funcionamiento global del centro, etc.
- Falta de oportunidades y apoyo debido a la inexistencia de programas institucionales de dinamización de la convivencia, a la escasa implicación de las familias, al mínimo o nulo aprovechamiento de los recursos comunitarios…
- Obstáculos al rendimiento académico por:
- Mal diseño del currículo (en la metodología, los criterios de evaluación, las propuestas de diversificación…).
- Carencias en la preparación del profesorado.
- Actitudes conformistas o ausencia de expectativas en el potencial del alumnado menos “convencional”.
- Excesivo hincapié en los aprendizajes puramente memorísticos.
- Circunstancias poco propicias para el desarrollo personal y social, que incluyen:
- La escasa vinculación interpersonal entre estudiantes y profesorado, y estudiantes entre sí.
- La ausencia de profesionales con dedicación específica a la orientación.
- La no consideración de mecanismos de apoyo o ayuda en los casos en que se detecten dificultades de adaptación (no estrictamente académicas o de aprendizaje).
- La falta de compromiso e interés por el desarrollo global del alumnado (no solo por parte de sus docentes, sino también de familiares y autoridades educativas).
La variedad de tensiones que se acumulan en las aulas y en torno a ellas a veces alcanza tal intensidad y complejidad que, desafortunadamente, ya no resulta novedoso que trasciendan sucesos en los que las personas responsables del centro se ven superadas por las situaciones y deben recurrir a la policía para que contenga la agresividad desatada (así ha sucedido en países tan aparentemente desarrollados como Estados Unidos, Alemania o Japón).
Ante la multiplicidad de factores que inciden en la “buena salud” de la convivencia escolar, resulta evidente que, para revertir el cáncer de la agresividad en los centros escolares, hace falta un análisis que no solo se circunscriba a los aspectos curriculares, sino a otros, tales como la disposición de espacios, la regulación de las normas de convivencia, la potenciación de las relaciones con las familias y la comunidad… Sin duda, en nuestros sistema educativo existen suficientes elementos para desarrollar estas “vacunas” contra la violencia escolar y evitar llegar a los niveles de agresividad que se ponen de manifiesto en otras áreas del planeta. La cuestión es si las estamos aplicando con la suficiente sistematicidad y eficacia para que los centros resulten ecosistemas sanos en los que se formen ciudadanos y ciudadanas que transformen la actual sociedad competitiva y agresiva en un entramado con mayor cabida para la cooperación, la solidaridad y el respeto.
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