Cierre de maletas, viajes y lugares atascados… y la incómoda sensación de que se nos queda corta la capacidad de estrujar estas semanas de “libertad” condicional. Vivimos una sociedad ávida de estímulos, de actividad continua y sentimos como frustración, fracaso o carencia el no incluirnos en la vorágine de ofertas culturales, turísticas, sociales. Más que disfrutar el tiempo libre lo “devoramos” y transmitimos esa perspectiva de la existencia a nuestros pequeños. Quisiera recordar en este punto las acertadas reflexiones de Mª Victoria Reyzábal en su colaboración de mayo en esta misma sección: “muchas de las personas que corren lo hacen por contagio, por sumarse a un ritmo generalizado y, sin embargo, la mayoría se aburre, sufre de ansiedad, soledad, depresión, vacío, falta de metas, de alicientes… Esta fatiga existencial se la hemos inoculado a los niños [… pero] la educación no es una carrera, sino un camino reflexivo que nos conduce al saber, a vivir en plenitud, a convivir con nuestros semejantes […] Sería interesante que los centros escolares [y las familias] debatieran sobre estas cuestiones: al fin, nacer siempre lleva nueve meses”.
La falta de actividad o el aburrirse han adquirido connotaciones negativas en la sociedad posmoderna. Si un menor está sentado sin hacer nada o verbaliza “me aburro”, lo habitual es que salten las alarmas y los atribulados adultos se movilicen para acallar inmediatamente ese malestar con propuestas de actividades de lo más variopintas. Pero la inacción no debiera entenderse como negativa para el desarrollo infantil ni para el bienestar en otras etapas biográficas. Numerosos filósofos, psiquiatras y psicólogos lo han indicado con persistencia.
La definición de “aburrimiento” no resulta sencilla. Algunos lo consideran un estado emocional negativo y preocupante en la medida que implica una dificultad mantenida para vincularse satisfactoriamente al entorno, lo cual puede desembocar en conductas adictivas diferentes según las edades: juego compulsivo, ingesta de alimentos descontrolada, incapacidad para desconectarse del trabajo, prácticas sexuales desaforadas e insatisfactorias, consumo de sustancias estimulantes o tranquilizantes…
En estas líneas quisiera reivindicar la dimensión positiva del aburrimiento. Y es que tolerar ese cosquilleo molesto producido por la falta de estimulación nos impulsa a buscar alternativas personales para aliviarlo. Es en ese tira y afloja cuando se pone en marcha nuestra capacidad de crear, explorar el mundo y transformarlo, se activa el proceso de interrogarnos a nosotros mismos sobre deseos, capacidades latentes y germina la posibilidad de alimentar nuestros anhelos de felicidad. En definitiva, afrontar sin angustia destructiva esa vivencia incómoda es lo que nos conduce a lograr autonomía y a crecer. Quizá el problema de la apatía y hastío crónico que muchos denuncian como habitual en las generaciones contemporáneas es que no han aprendido a encarar tales vacíos y que, ante el terror que producen, se aferran a la televisión, los videojuegos, el alcohol o cualquier compañero que alivie temporalmente la zozobra.
A los progenitores preocupados por los riesgos de alcoholismo u otras adicciones que acechan a sus futuros adolescentes, les animaría a que este mes empezaran a practicar con sus hijos la “prevención a través del sano aburrimiento”. Así estarán contribuyendo a que ellos aprendan a llenar de sentido propio los lapsos carentes de motivación. ¡Qué mejor regalo para su resiliencia futura que permitirles tantear recursos para encarar los obstáculos y períodos de desánimo que sin duda encontrarán en su vida! Creo que Bertrand Russell captó adecuadamente la idea cuando sentenciaba: “Para llevar una vida feliz es esencial una cierta capacidad de tolerancia al aburrimiento […]. Una generación que no soporta el aburrimiento será una generación de hombres de escasa valía […] La capacidad de soportar una vida más o menos monótona debería adquirirse en la infancia […] En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva […] La excitación es como una droga que cada vez se necesita en mayor cantidad…”.
Soy consciente de que no es fácil salirse de la tendencia mayoritaria ni mantener el impulso pedagógico durante estas semanas en las que todo se pone entre paréntesis. No obstante, a riesgo de ser inoportuna os incitaría a:
- Aligerar las maletas de videoconsolas, juegos, tabletas y otras herramientas para “matar el tiempo” pasivamente…
- Ofrecer vuestro consejo sobre posibles opciones de entretenimiento para los períodos de desmotivación (por favor, insistid en que la lectura es una inspiración y una ventana magnífica abierta a todos los universos posibles).
- Tolerar que vuestros hijos descubran cómo desean aburrirse o divertirse.
- Ayudarles con vuestro ejemplo acerca de cómo enfocáis vuestros baches de tedio; compartid con ellos vuestras experiencias sobre ese particular.
- Introducirles a técnicas sencillas de relajación y meditación; si no son muy prolongadas las toleran bien y las agradecen.
- No acallar demasiado rápido su queja si están aburridos; aprender a no evadirse de ese estado es imprescindible para encontrarse con uno mismo desarrollar una personalidad equilibrada.
Os deseo feliz descanso, y os dejo en compañía de una frase que a mí me inspira en los buenos y en los no tan plácidos momentos: “El que conoce el arte de vivir consigo mismo ignora el aburrimiento”.
Totalmente de acuerdo Ana Isabel. Es difícil ver hoy en día a niños viajando en coche, tren o cualquier otro medio mirando por la ventana haciendo volar su imaginación durante el trayecto. La imaginación ya no vuela porque las pantallas le han cortado las alas. No toleramos el aburrimiento, ni el silencio ni los juguetes sencillos. Nuestros días se llenan de estímulos, ruidos y complejos aparatos que lo hacen todo. El niño ya no crea sus juguetes. Se los damos hechos. Tampoco disfrutamos del silencio. Nos agobia y lo tememos. Quizás nos tememos a nosotros mismos. Un abrazo.