Una gran parte del profesorado de música desempeña sus funciones en escuelas y conservatorios con contratos temporales. En el caso de los puestos vinculados a la función pública, dicha situación se puede prolongar hasta la jubilación del docente bajo la fórmula de interinidad. Tanto es así, que incluso hay algún centro con todo el claustro formado por interinos. Son conservatorios interinos en su totalidad.
Cuando se trata de contratos laborales, las administraciones suelen proceder al despido inmisericorde antes de que nadie pueda consolidar algún derecho, merecido o no, acelerando la rotación hasta agotar, en más de un caso, la lista de los posibles aspirantes. Se cumple la letra y se conculca el espíritu de la ley, los derechos ciudadanos y el buen funcionamiento de la enseñanza. El repudio a los derechos laborales es superior a cualquier otra consideración.
La educación es un servicio público con vocación de permanencia, que requiere proyectos y equipos estables. Sin embargo, las autoridades parecen asumir las responsabilidades educativas sin compromiso ni previsión, aprovechándolas para dirimir batallas políticas que han generado una sucesión de reformas fallidas.
La falta de planes para escuelas y conservatorios parece sospechar su posible desmantelamiento si las circunstancias lo exigieran en un escenario imaginario. La temporalidad es más propia de negocios fugaces que de instituciones educativas, donde debería limitarse a un pequeño porcentaje derivado de las bajas circunstanciales. Es el sueño del avaro convertido en realidad y pesadilla de toda la gente.
La mayoría del personal docente debería ser fijo, pero hemos desembocado en la situación inversa. La idea de que la seguridad desmotiva a los empleados, que alimenta este despropósito, es una falacia pues ocurre todo lo contrario: es la inseguridad lo que conduce a la desmotivación aunque intervienen otros factores internos (vocación, curiosidad, superación…) y externos (entorno, reconocimiento, alicientes…).
¿Cómo se ha llegado a esto? En primer lugar, las oposiciones han quedado suspendidas durante años, sin que ello supusiera ninguna ventaja para nadie. Fue una estrategia para culpabilizar y torear a la ciudadanía ante la crisis. La interrupción podría haber servido para reflexionar al respecto y mejorar el sistema de acceso a la docencia, pero dicha oportunidad se ha perdido, retrotrayéndonos al pasado. Ha sido un claro retroceso moral. Sin embargo, para atender las necesidades surgidas en estos años, se han ido contratando profesores temporales, que han demostrado su capacidad en pruebas selectivas y en el propio desempeño, con su fuerza de voluntad, por “gracia de estado” como dice el Catecismo.
Tras lustros padeciéndola, los docentes parecen haber asumido está injusta y fiera precariedad como algo inevitable, igual que la generalidad de los empleados. El sentido común parece estar en suspenso ante la resignación. Para construir una sociedad mejor es necesario contar con un compromiso firme hacia la educación, la música, las artes, el empleo y los valores. Ello supone apreciar y respetar el quehacer de los enseñantes desde sus derechos y no a través de campañas que pueden resultar tan superficiales como insultantes.
También significa fortalecer la formación tanto inicial como continua y depurar los sistemas de acceso. Y, lógicamente, mejorar los salarios para atraer a los mejores. Es necesario dedicar medios y poner en juego otros principios morales. No digo nada nuevo, pero lo que hasta ahora se viene haciendo es todo lo contrario. La salida se vislumbra tras una reflexión tan sencilla y breve como la de estas modestas líneas. Caminar hacia ella es harina de otros costal.
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