¿Qué recursos se precisan para transformar en profundidad los centros educativos y convertirlos en escenario propicio para formar personas interesadas no solo en el éxito individual, sino también en el bienestar colectivo y en la transformación de los aspectos injustos de la realidad? Algunos estudios relevantes acerca de experiencias pioneras e innovadoras en el ámbito de la educación emocional apuntan a que no se precisan sofisticadas dotaciones materiales ni cambios o sobrecargas en los contenidos curriculares, sino otras medidas más “ecológicas”, relacionadas con la transformación de los espacios y, sobre todo, con la potenciación de una relación docente-estudiante más cercana y humanizada.
Investigaciones como el proyecto finlandés Primeros Pasos¹ ponen de manifiesto que la actitud social –que incluye la empatía– y la motivación por aprender de los estudiantes se determina en la escolarización primaria. Asimismo, muestran que el tipo de vinculación establecido con el docente en este período marcará en gran medida el sentido en que evolucionará la vivencia emocional y el rendimiento académico de los pequeños.
En estos días, en que todavía recordamos la celebración el Día Internacional del Profesor (27 de noviembre), el colectivo docente –que atraviesa un momento crítico en lo que se refiere a su valoración social–, debe recuperar la convicción acerca de que su influencia sobre el proceso pedagógico es tal, que de su implicación afectiva y el trato a sus educandos puede depender en gran medida el autoconcepto futuro, las inquietudes hacia el conocimiento e incluso su adaptación emocional y social. Se trata de una inmensa responsabilidad y, a la vez, de una incesante fuente de motivación, vacuna frente al desgaste e incluso el sentimiento de “abrasamiento” profesional que desafortunadamente se están convirtiendo en auténticas enfermedades profesionales.
Una vez más, entre las propuestas más o menos interesadas y coherentes de nuevas reformas educativas, se apela a la maltrecha autoestima del alumnado para justificar iniciativas relativas a cómo valorar con mayor indulgencia el aprendizaje real del alumnado en las escuelas. Pero la inclemente realidad indica que bajar simplistamente los listones de le exigencia no refuerza la percepción por parte de las y los estudiantes de que son valiosos ni les aporta herramientas para hacer frente a los inevitables “exámenes vitales” que antes o después afrontarán. Una o dos generaciones de ninis constituyen un buen exponente de los desastrosos resultados de la sobreprotección y la tolerancia mal entendidas y aplicadas.
No, el profesorado empático y promotor de la resiliencia no es el más “guay” ni el menos exigente. Por el contrario, el que proyecta modelos válidos de conducta y estimula el desarrollo intelectual, social y ético de su alumnado –o, lo que es lo mismo, su capacidad de aprender conocimientos y procesos, así como su interés por entender y fomentar el bienestar propio y colectivo– es aquel que:
- Se acerca –incluso físicamente– a sus discípulos con respeto (conociéndolos y llamándolos por su nombre, saludándolos dentro y fuera del aula…).
- Inquiere sobre su situación personal y familiar, sobre sus preocupaciones y relaciones con los compañeros (detectando, por lo tanto, posibles situaciones de abuso o acoso franco…).
- Se muestra cercano y disponible –sin ser persecutorio– para ser preguntado sobre cuestiones puramente académicas o no.
- Escucha cuando se le expone una preocupación, y no da respuestas tópicas y demasiado directivas, sino que estimula la autonomía de quien pregunta.
- Comparte actividades (deportivas, artísticas, lúdicas, asamblearias…) en las que prima la colaboración (no necesariamente horizontal, ya que compartir no implica ignorar las diferencias de jerarquía) y no la mera exposición “ex catedra”.
- Plantea métodos que priorizan la participación, la práctica y la reflexión más que las meras exposiciones teóricas.
- Acepta cuestionamientos no descalificatorios y argumenta sus posturas de forma asequible para el estudiante y no recurriendo únicamente a la autoridad.
- Confía en las capacidades de todo el alumnado entendiendo que todas y todos son diferentes, y que no las desarrollan ni las concretan a través de similares estrategias cognitivas.
- Hace sentir especial y único a cada uno de sus educandos más allá de calificaciones y planteamientos competitivos.
- Evita comentarios discriminatorios o de descalificación, sabiendo que con ellos se destruye con facilidad la confianza presente y futura de un menor.
Como afirmábamos María Victoria Reyzábal y la que suscribe en la obra Resiliencia y acoso escolar (La Muralla, 2014), con estos principios básicos (aunque frecuentemente olvidados) de conducta profesional, cualquier docente puede lograr no solo mejores rendimientos académicos, sino, lo que es más trascendente, fomentar un buen autoconcepto, incluso en menores que no han recibido en sus familias o entorno social el amor básico para sentirse válidos y queribles. La tarea tiene tal trascendencia que creo merece la pena.
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