“Azaña en Causas de la Guerra en España, afirmó lo siguiente: desde hace casi un siglo y medio, la sociedad española busca sin encontrarlo el asentamiento
durable en sus instituciones.”
Fernando Álvarez-Uría, sociólogo, y hasta 2017 catedrático en activo de la Universidad Complutense, acaba de publicar en Ediciones Morata La última lección de Manuel Azaña. Antes, dio clase en dos institutos madrileños en los años setenta. Su rica vida intelectual se ha nutrido de un relevante trabajo investigador volcado en lo que ayudaría más a los estudiantes, muchas veces junto a Julia Varela. De esa colaboración es, entre otras iniciativas, la colección “Genealogía del poder”, de Ediciones La Piqueta, y diversos artículos en revistas como Archipiélago; ambos estudiaron en París-Vincennes VIII con sociólogos como Robert Castel, en un entorno donde andaban Foucault, Bourdieu o Roland Barthes. Sus intereses más específicos han girado en torno a instituciones como la medicina mental, las
cárceles, la psiquiatría infantil o la propia Sociología como instrumento de conocimiento social. En Ediciones Morata han aparecido, antes de este libro, otros suyos como El reconocimiento de la Humanidad, de gran interés para entender qué es la “modernidad”, como proceso de des –
encantamiento de nuestras imágenes del mundo. Y Sociología y Literatura. Dos observatorios de la vida social, un libro imprescindible para entender la estrecha colaboración entre estas dos disciplinas cuya interacción nos ayuda a comprender mejor el presente.
¿Cómo y por qué surgió La última lección de Manuel Azaña?
El punto de partida de este libro es la crispación política que estamos viviendo en estos últimos años, una tensión especialmente alimentada en nuestro país por la división entre los partidos políticos y por una política parlamentaria metamorfoseada en gestos para la galería y en insultos. La desunión de la izquierda, dividida entre los secesionismos, el populismo radical, y el afán de mantenerse en el poder, a lo que se suma el cerrilismo crónico del bloque de la derecha y de la extrema derecha, invitan a algo así como a un regreso al pasado. De hecho, nuestro tiempo podría ser iluminado por tiempos pasados, por ejemplo, por la época de la Segunda República y la guerra civil en la que el presidente Manuel
Azaña nos transmitió en sus Memorias una fuerte sensación de amargura y soledad.
Azaña, tanto en La velada en Benicarló, como en Causas de la guerra de España, dos libros que se publicaron durante su exilio en Francia, tras la derrota de la República por el golpe militar, intentó diagnosticar lo que él mismo denominó la enfermedad crónica del cuerpo político español. En Causas de la guerra de España afirmó lo siguiente: “Desde hace casi siglo y medio la sociedad española busca, sin encontrarlo, el asentamiento durable de sus instituciones”. Me parece que este hecho social, de enorme trascendencia sociopolítica, sigue sin estar resuelto, lo que nos obliga a tratar de analizarlo y explicarlo sociológicamente. En el libro traté de avanzar un diagnóstico mediante el recurso a un largo rodeo por la historia. Me pareció que para entender las posiciones de partidos y sindicatos obreros en la época de la República era preciso intentar sacar a la luz las raíces del marxismo revolucionario, así como seguir los avatares de su desarrollo a través de la Revolución rusa, una revolución que marcó profundamente la historia del siglo XX.
¿Cuáles son las principales tesis que defiendes en este libro?
Parto del cuestionamiento de la tesis marxista que hace de la lucha de clases el motor de la historia, así como del cuestionamiento de la concepción fascista de la política como continuación de la guerra por otros medios. A la vez intento identificar la acción política con teorías y prácticas que favorezcan
el desarrollo de los procesos de pacificación y de integración social. En este sentido, creo que mi indagación conecta más con los análisis del sociólogo Norbert Elías que con los de Marx. Las clases y los enfrentamientos entre las clases, sin duda, juegan un importante papel en la dinámica y el cambio social de las sociedades capitalistas, pero de ahí no se deduce que la violencia tenga que ser dogmáticamente asumida como la partera de la historia. En este sentido me parece que la memoria de un socialismo reformista, anclado en la profundización de la democracia, en el desarrollo de sus instituciones, debería seguir teniendo vigencia en la actualidad. El socialismo no surgirá de una revolución mundial, sino de conquistas cotidianas. Así, las propuestas que se derivan del libro conectan con la famosa carta que Max Weber escribió a su amigo Georg Lukács, que decía así: “Mi querido amigo. Por supuesto, estamos separados por nuestras opiniones políticas. Estoy absolutamente convencido de que
estos experimentos —se refería a la Revolución rusa-—solo pueden conducir y conducirán al descrédito del socialismo durante los cien años venideros”.
En la actualidad somos conscientes de que la historia nos ha proporcionado un desmentido fáctico de que el triunfo de la revolución en Rusia iba a ser el primer peldaño para el advenimiento del socialismo y, sin embargo, los ideales de justicia y solidaridad propios de un socialismo democrático deberían ser hoy, en tiempos de desigualdades y de éxodos forzados de poblaciones que huyen de la pobreza en sus propios países, la verdadera cuestión palpitante. En tu libro defiendes la pertinencia de planteamientos reformistas radicales, socialdemócratas, concretamente apoyándote en Jean Jaurès y en la escuela de Émile Durkheim, que implícitamente asocias con los análisis sociológicos de Pierre Bourdieu y Robert Castel. Me parece que tanto la Sociedad Fabiana en Inglaterra, como el socialismo democrático defendido desde las páginas de L’Humanité, el periódico fundado por Jean Jaurès en la Francia de la Tercera República, planteaban a las organizaciones obreras la necesidad de una transición democrática al socialismo que pasaba, entre otras cosas, por la acción parlamentaria.
El socialismo, al socializar la propiedad privada mediante el recurso al desarrollo de la propiedad social, suponía una prolongación de las conquistas sociales y políticas alcanzadas por la Revolución francesa y la Revolución americana. En este marco la llamada nueva ciencia social, la sociología, debía desempeñar la función fundamental de responder a las demandas sociales de clarificación para orientar la acción social. Desde Saint-Simon y Émile Durkheim, pasando por los análisis de Michel Foucault, Robert Castel o Norbert Elias, entre otros, me parece que éste sigue siendo el papel fundamental que deben jugar tanto el conocimiento como el razonamiento sociológico. En este libro se recoge un amplio anexo documental con textos de algunos de los sociólogos mencionados y de otros autores.
¿Qué nuevas posibilidades abre el conocimiento sociológico? ¿Por dónde crees que pasarían hoy los vínculos entre la sociología crítica y los cambios sociales progresistas?
La sociología, entendida como el conocimiento reflexivo de las sociedades, de su génesis y de su funcionamiento, nació en estrecha relación con la llamada cuestión social, es decir, a partir de la amenaza de la ruptura de las sociedades industriales, sometidas a una enorme tensión entre las clases sociales enfrentadas. Los problemas relacionados con el orden social no se agotan sin embargo en la esfera económica, por muy importante que ésta sea. La sociología puede contribuir también a proyectar luz sobre todo un conjunto de malestares que atenazan a nuestras sociedades, pues generan a la vez violencia y sufrimiento.
Como señalaba Pierre Bourdieu en un texto recogido en el libro sobre Sociología y democracia, los sociólogos pueden hacer aflorar a la conciencia mecanismos que hacen dolorosa la vida, por no decir invivibles. Sin duda objetivar las contradicciones sociales no equivale a resolverlas pero, al desvelar
lo que permanecía oculto, se crean las condiciones para actuar con conocimiento de causa en favor de cambios sociales progresistas.
¿Vive la sociedad española al margen de su pasado, y por tanto sin proyectos para el presente?
En el primer párrafo del preámbulo de la Ley de Memoria Democrática se afirma que neutralizar el olvido es un deber moral para evitar la repetición de los episodios más trágicos de nuestra historia. Uno de esos episodios es sin duda el golpe contra la Segunda República.
Con frecuencia muchos analistas, entre los que se encuentran incluso historiadores de la guerra civil española, nos presentan la guerra de 1936 como el choque brutal entre dos bandos en una España partida en dos: de un lado el bando militar franquista, el bando de las derechas, que protagonizó el
golpe militar del 18 de julio de 1936; del otro el régimen republicano,
el bando de las izquierdas, nacido a partir de las elecciones municipales el 14 de abril de 1931 y agrupado en torno al Frente Popular, que ganó las elecciones en febrero de 1936. Sin embargo, en el bando nacional existían fuerzas bien diferenciadas como los monárquicos, la Iglesia, los terratenientes, la alta y media burguesía, los carlistas…, mientras que en el republicano hay que diferenciar a los nacionalistas vascos y catalanes de la burguesía republicana y dentro de los partidos de los trabajadores a los anarquistas de los socialistas, los comunistas y los afiliados al POUM… Una buena parte de los partidos obreros, convencidos de que los proletarios no pueden esperar nada de la República, eran partidarios de convertir la guerra en una guerra revolucionaria, en una revolución social, como ocurrió con la Revolución rusa.
El Partido Comunista que se enfrentó a los anarquistas en defensa de la República difícilmente podía luchar por la defensa de la democracia cuando actuaba en realidad a las órdenes de Stalin. Azaña señala en Causas de la guerra que el Partido Comunista seguía la misma táctica que otros grupos políticos:
ocupar posiciones para ser los más fuertes el día de la paz.
Las disensiones internas en el bando republicano estallaron a la luz en los enfrentamientos que tuvieron lugar en Barcelona en los primeros días mayo de 1937, es decir, una semana después del terrible bombardeo de Guernika por los aviones de la Legión Condor.
En los enfrentamientos de Barcelona entre anarquistas y poumistas de un lado, catalanistas y comunistas del otro, se produjeron —según señala Lise London en sus memorias, tituladas
en francés Le printemps des camarades— un millar de muertos y dos mil heridos. La guerra había estallado dentro de la guerra. Uno de los primeros historiadores que levantó acta de esta radical división en el bando de la República fue el sociólogo perteneciente a la Escuela de Frankfurt y antiguo comunista, Franz Borkenau, en un libro publicado precisamente
en 1937, titulado en español El reñidero español (The Spanish Cockpit). Su libro sirvió de inspiración al estudio de Gerald Brenan, El laberinto español.
Creo que la sociología, el socialismo y la democracia ayudan a reactualizar la memoria histórica, y pueden ayudarnos también a evitar que retornemos al laberinto, que nos perdamos inútilmente en lo que el novelista Eduardo Mendoza denominó “peleas de gatos”; pueden, en fin, contribuir a conquistar pacíficamente y día a día un futuro mejor para todos. l
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