A estas alturas, cualquier reforma educativa de un nivel u otro tiene que ser esencial, y no el simple retoque de quitar o poner cierta asignatura, agregar o disminuir las pruebas escritas o sumar algún recurso tecnológico. En los currículos futuros habría que ir reordenando las asignaturas por grandes áreas en las que impartieran clase los docentes de las diferentes especialidades que las integran. Esto exigiría otro tipo de profesorado más plástico, capaz de trabajar en equipos interdisciplinares y de aprender y enseñar de manera flexible, en coordinación con sus compañeros. Esta forma de trabajo requerirá mayor ejercicio de la autonomía que poseen los centros en organización y elección de contenidos, menos obsesión con los manuales y las pruebas escritas… ¿Acaso se puede sostener hoy en día que lo bueno es que todo el alumnado que termine la enseñanza secundaria deba saber exactamente lo mismo? Creo que no, que lo más importante será que hayan aprendido a valorar el esfuerzo, la solidaridad, la sinceridad, la honradez…, es decir, que tengan una ética democrática, un pensamiento crítico, una vocación innovadora y creativa, y un desempeño empático. Estas condiciones no se garantizan estudiando asignaturas más o menos aisladas y evaluadas con exámenes tipo test, sino garantizando la adquisición de competencias básicas cada vez más imprescindibles. En resumen, la escuela debe asumir en la práctica que son más relevantes las competencias y los valores, que los datos o contenidos conceptuales.
La inversión en educación debe ser la necesaria para garantizar una educación de calidad (según algunos estudios, para cada estudiante habría que calcular unos 55.000 euros en Secundaria) pero está probado que el exceso de recursos no mejora la calidad y que, sin embargo, las carencias dificultan garantizar las metas. Algo parecido sucede con la ratio que se debe ajustar al tipo de tarea, pues no es lo mismo las prácticas de laboratorio, que una clase magistral, un debate en grupo reducido, etc. Transmitir contenidos es relativamente fácil, controlar si los han memorizado también, más complejo resulta evaluar competencias o la asunción de valores, cuya adquisición debe constatarse en el día a día.
Uno de los problemas actuales, reseñados con frecuencia en España, es el tiempo que tarda el docente en lograr que los estudiantes le atiendan en silencio (algunos lo calculan en unos 10 minutos) después de entrar en el aula, lo que revela la falta de interés y la “mala educación” recibida, la cual ha sido incapaz de establecer unas pautas de conducta disciplinaria propias de un lugar de trabajo y estudio e, incluso, del respeto que se debe a los demás.
Los estudiantes indiferentes a los contenidos obviamente no son tales, sino seres que no saben por qué ni para qué están en clase, a los que pareciera que los profesores deben domar. Ellos mismos desconocen qué les interesa en la vida, aunque parece que no la asistencia a su instituto ni lo que allí se enseña o cómo se lleva a cabo. ¿De quién es la responsabilidad de estas conductas tan habituales? Ni los valores de los jóvenes, ni probablemente los que les inculcan en sus casas, les sirven para aprovechar unos años que deberían ser esenciales para su formación social, cultural, profesional y personal como ciudadanos y ciudadanas que deberán manejarse en un mundo donde los robots conectados a Internet tendrán toda la información existente –actualizada según avance– y ellos equivalente cantidad de contenidos en el teléfono que lleven en sus bolsillos, por eso cada vez más lo que importa son las competencias, la resiliencia, el equilibrio emocional y el nuevo humanismo aún por definir en la era de las máquinas inteligentes.
La realidad de cada país, de cada escuela, de cada familia, de cada sociedad es muy diferente, y si aunamos las políticas educativas y la complejidad de las diferentes culturas se ve una educación caótica y sin una claridad de objetivos comunes.
¿Qué tipo de docente tendría que formarse? Que pueda con todos estos obstáculos