Vivimos tiempos de rápida transformación en todos los ámbitos de la vida. Es obvio, no necesita mayor explicación: cambios de costumbres, de ideología, aceleración vital, relaciones personales e institucionales, falta de criterio en la educación, confusionismo generalizado en las decisiones internacionales…, y un largo etcétera que no acabaría si enumeráramos los campos a los que afecta la inseguridad que ya nos anticipaba Morin: “Navegamos en un océano de incertidumbres en el que hay algunos archipiélagos de certeza”. Con algo añadido a situaciones constatadas en épocas anteriores: no sabemos todavía qué nuevo mundo se está construyendo en base a la tecnología informativa y a las redes que sirven de comunicación universal.
El problema se acrecienta por la formación superficial, cuando no insuficiente y mediocre, que se recibe en las universidades y que repercutirá, directamente, en las jóvenes generaciones que se están preparando para abordar el futuro, cada día más desconocido y cambiante.
Si además nos centramos en la formación del profesorado, la situación se agrava. Los nuevos planes de estudios, muy europeos por supuesto, han dejado fuera determinadas materias realmente importantes para la generación del propio pensamiento y la reflexión sobre la relevancia de la educación en la sociedad y su porvenir. Otras han quedado desfondadas, sin entidad ni posibilidad de ser tratadas con la profundidad que merecen, comprobando cómo con seis sesiones presenciales se puede dar por bueno el aprendizaje en campos de total actualidad y claves para poder trabajar con rigor en la realidad de nuestras aulas.
En concreto, considero que ha quedado fuera del diseño curricular de las carreras pedagógicas la Historia de la Educación, lo cual nos hace sonrojar en ocasiones como las que se presentan cuando algunos docentes ahora están descubriendo el método de proyectos para incorporarlo a sus aulas y planificar por competencias, convencidos de que es algo nuevo, a pesar de haber sido propuesto por Kilpatrick en 1918. Esto puede ser anecdótico, por supuesto, pero no lo es tanto el desconocimiento absoluto de lo trabajado y conseguido a lo largo del tiempo pasado, que no fue precisamente mejor, pero que nos ha permitido llegar adonde estamos.
Dicen que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla… Y algo de eso nos ocurre en la actualidad. En la vida y en la educación. Tenemos importantes figuras en nuestra Historia de la Educación que nos ilustran acerca del camino seguido para lograr determinadas metas y que, ahora, desconociendo nuestro pasado, repetimos cayendo en los mismos errores ya superados hace muchos, muchos años.
Temas que resultan de absoluta actualidad y de mayor o menor relevancia, según los casos, como la importancia de la familia en la educación, la necesidad o no de poner deberes para casa a los niños y niñas, la propuesta de que los maestros cobren en función de lo que aprenden sus estudiantes, la necesidad de una buena formación de los maestros y de una supervisión cualificada, las discusiones del número de alumnado por aula, las vacaciones escolares…, son cuestiones que se debatían ya en el siglo XVII, aunque nos resulte sorprendente. A las ideas pedagógicas hay que añadir lo que nos enseña la vida de sus autores: escribían, enseñaban, publicaban…, con enorme esfuerzo y jugándose la vida en muchos casos, ya que la Inquisición vigilaba por la pureza de ideas y, por ello, debían ejercer su labor fuera de España. En fin, vidas esforzadas que nos dejan ejemplos de buen trabajo profesional que ahora no nos molestamos ni en conocer ni en valorar.
Es cierto que, precisamente por ese cambio profundo que se da de modo permanente en nuestra sociedad, pareciera que ciertas materias de estudio quedan desfasadas y que hay que dar paso a otras cuestiones más de actualidad. Pero no creo que ayude en nada a progresar, en nuestro caso, el desconocimiento de la Historia de la Educación, pues además de la carga cultural que nos aporta, ayudaría a no reincidir en problemas que ya no lo eran hace siglos.
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